Buscadores de pozos y caminos - Dos iconos para una vida religiosa samaritana

Pubblicato in Missione Oggi

Dolores Aleixandre RSCJ

En un pequeño museo de Nazaret se conserva un curioso capitel de una iglesia muy antigua: una figura femenina (¿la Fe?) con corona de reina y un báculo en la mano rematado por una cruz, avanza llevando agarrado de la mano a otro personaje (¿Pedro?, ¿un apóstol?) que, en actitud vacilante, es llevado a regañadientes en una dirección hacia la que se resiste a ir.
Las dos figuras evocan actitudes muy diferentes: la “conductora”, aparece revestida de seguridad, se apoya en la cruz como en un báculo y, recibiendo de ahí su fuerza, toma la iniciativa de agarrar la mano del otro personaje para forzarle a seguirla. La postura de éste es de encorvamiento, resistencia y temor: su mano derecha, sostenida por la mano izquierda de la otra, ha perdido su poder social y camina llevado por la Fe; con su mano izquierda se sujeta el manto, como si temiera quedarse desnudo ante los demás. No es él quien abraza la Fe, sino la Fe la que le agarra, como una presa, sin soltarlo. Un detalle peculiar del capitel es que, mientras el rostro de la figura “conducida” se distingue con claridad, el de la “conductora” aparece indefinido. Podemos intuir lo que queda atrás, pero el lugar de llegada está abierto y sólo podemos imaginarlo.

La imagen ha venido a mi memoria al comenzar esta reflexión en torno a los iconos del la Samaritana (Jn 4, 1-42) y el Samaritano (Lc 10,25-37) y mi propuesta es que dejemos que sean ellos los que den rostro concreto a la figura que no lo tiene y que lleva de la mano a la otra, y que nos sintamos identificados con esta segunda. En ella podemos sentirnos representados todos nosotros, hombres y mujeres que hemos abrazado dentro de la Iglesia esta peculiar forma de amor que el Padre ha dejado entender a algunos y que llamamos “Vida Consagrada”. Una vez más, nos encontraremos ante la sorpresa de que seguir los pasos del mismo Señor conduce hacia las más diversas realizaciones.

Vamos a dejar que esos dos personajes evangélicos, también sin nombre en los textos, (quizá para que quienes los miramos podamos leer el nuestro), nos tomen de la mano y sean los mistagogos que nos guíen en nuestro seguimiento del Señor Resucitado. Porque la palabra que resuena en ellos tiene poder para ceñirnos y llevarnos más allá de donde hoy, en este comienzo de milenio, podemos estar. No nos pertenece a nosotros conocer con claridad a dónde somos llevados: lo nuestro consiste en consentir a su impulso y dejarnos llevar, sin pretender dominar el final del recorrido. Per tuas semitas duc nos quo tendimus: "Por tus caminos, condúcenos hacia donde tendemos", pide un antiguo himno de la Iglesia. Evitemos desde el comienzo el peligro de partir de nosotros y de nuestra respuesta: es el amor fontal de un Dios que nos ama apasionadamente quien puede ejercer sobre nosotros su atracción a través de los dos iconos. Lo nuestro vendrá después en forma de “pasión por El, pasión por la humanidad" y como respuesta a ese amor.

Como en las narraciones de creación del Génesis, vamos a asistir a un drama en tres actos: partiendo de una situación inicial de carencia, caos y vacío, contemplaremos la acción creadora del Señor sobre los personajes y veremos su transfiguración al final de los relatos. Aunque nuestra atención se centrará en los dos iconos de la Samaritana y el Samaritano, nos dejaremos interpelar también por un tercer personaje: el Escriba que dialoga con Jesús en el relato de Lucas y que aparece bajo el signo de la ambigüedad: ¿aprenderá a encontrar “vida eterna” allí donde la encontró el Samaritano de la parábola? ¿Se dejará modelar “a su imagen y semejanza” según la propuesta de Jesús? Lucas no nos desvela cuál fue su reacción y esa indeterminación que deja abierto el final, permite que hoy podamos sentirnos reflejados en él, con nuestra libertad desafiada por el mismo imperativo que él escuchó de labios de Jesús: “Vete y haz tú lo mismo”.
Dirigiremos también nuestra mirada a otros personajes secundarios de las dos escenas: los fariseos a quienes Juan presenta como causantes de la decisión de Jesús de abandonar Judea y dirigirse a Galilea, pasando por Samaria; los discípulos, que traen alimentos a Jesús y se quedan desconcertados al verle hablar con una mujer ; los samaritanos conducidos hasta Jesús por el testimonio de ella; el hombre asaltado por bandidos y medio muerto; el sacerdote y el levita que pasaron de largo ante él; el posadero que aceptó hacerse cargo de cuidar al herido.
No vamos a situarnos como espectadores ante ninguno de ellos, sino que los miraremos como a contemporáneos nuestros, conscientes de que su historia, sus actitudes y reacciones pueden ser las nuestras. Y acogeremos la buena noticia de que la obra de creación que contemplamos en ellos, nos invita hoy a dejarnos modelar también nosotros por las manos creadoras de Aquel que realizó en ellos su obra de transfiguración.

1. “En el principio” era la carencia

Como en los relatos de creación, se parte en las dos escenas evangélicas de una situación de “caos”, carencia y vacío y sus personajes aparecen marcados por el no-saber y el no-poder: la mujer que se encuentra con Jesús junto al pozo y el hombre que socorrió al herido son samaritanos: gente marcada por la disidencia, de dudosa fama y objetos de sospecha. Ella aparece bajo el signo del "no-tener": “no tiene” marido y el que tiene “no es su marido”. Siente sobre ella la tarea penosa de acudir diariamente al pozo a sacar agua, está prisionera de convencionalismos étnicos y religiosos y los formula abiertamente ante Jesús. Su conducta posterior (tomar la iniciativa de “evangelizar” a los de su pueblo), es una osadía impropia de una mujer.
En cuanto al Escriba, no sabe cómo acceder a la “vida eterna” y le falta algo que va buscando: sentirse “justificado”. Y aunque entre él y ella parece existir un abismo, los une una misma situación de precariedad y de búsqueda de vida: la mujer desea el "agua viva" de que le habla Jesús y él desea poseer “vida eterna”. Y esa carencia de vida les hace participar, de alguna manera, en la situación del hombre herido de la parábola que estaba “medio muerto”.
También Jesús está en situación de desamparo y vulnerabilidad: es forastero, tiene sed, no tiene cántaro y el agua del pozo le es inaccesible. También en su encuentro con el Escriba aparece en desventaja: frente a él está un experto en la ley "puesto en pie" y con intención de "ponerle a prueba". ¿Estará este galileo de Nazaret a la altura de la argumentación de un letrado?
El itinerario que ha elegido (atravesar la hostil Samaria) es inusual y peligroso. Su comportamiento de pedir agua a una mujer altera los esquemas convencionales de las relaciones entre judíos y samaritanos y entre hombres y mujeres y supone una conducta reprobable y transgresora de las costumbres de su tiempo. Ante ella aparece marcado por un “no tener” que describe siempre en el evangelio de Juan una condición deficitaria y un riesgo de quedarse fuera de la vida: no tienen vino 2,3; no tengo a nadie que me meta en el agua 5,7; ¿tenéis pescado?...No. 21,5 .
Pero lo que resulta aún más sorprendente es que el Padre mismo participe de alguna manera de esa situación de carencia: Jesús va a decir de Él que está “buscando” ("esos son los adoradores que el Padre busca..." Jn 4,23), y en la parábola del Samaritano, que no le nombra ni hace referencia alguna a Él, tiene una presencia de "grado cero".

Pero lo mismo que el Dios Creador actuó sobre el caos y el polvo del suelo, los narradores de las dos escenas “trabajan” con las carencias de sus personajes más que con sus elementos positivos: ni el recelo inicial de la mujer y sus "cinco maridos", ni el deseo de justificarse del Escriba, van a ser obstáculo para el encuentro con Jesús. Tampoco lo serán la heterodoxia del pueblo samaritano ni los prejuicios étnicos y de género de los discípulos: a los primeros el testimonio de ella va a conducirlos a la fe; a los segundos Jesús va revelarles que su alimento es hacer la voluntad de su Padre y que su encuentro con la mujer y con el pueblo samaritano son ya parte de la cosecha deseada.
Como contraste, los personajes que aparecen acomodados al orden vigente y cuya posición de superioridad se da por supuesta, se quedan al margen de cualquier cambio o transformación: los fariseos del inicio del texto de Juan, tan seguros en su juicio sobre la rivalidad entre Jesús y Juan Bautista; el sacerdote y el levita de la parábola, convencidos de haber evitado la impureza alejándose de un probable cadáver. Otros representantes de la ortodoxia proyectan también su sombra sobre ambas escenas: en el contexto inmediatamente anterior al encuentro de Jesús con la Samaritana, Nicodemo es presentado como "fariseo y maestro de la ley" (Jn 3, 1) pero, frente a él, es la heterodoxa Samaritana la que termina aceptando a Jesús (Nicodemo lo hará sólo al final del Evangelio. Cf Jn 19,39). Y precisamente antes del diálogo con el Escriba, Lucas incluye la escena en la que Jesús bendice al Padre por haberse ocultado a los entendidos y revelado a los ignorantes y sencillos (Lc 10,21). En coherencia con esa afirmación, el que va a acertar con la conducta adecuada será un "ignorante" samaritano y no un "entendido" jurista.
Pero la parábola resulta aún más polémica por la insólita perspectiva que adopta: el centro lo ocupa un hombre medio muerto y todos los personajes quedan situados a partir de él; no se parte de arriba, desde las discusiones teóricas en torno a la identidad del prójimo, sino de abajo, desde el agujero donde está el herido.
Con todos estos elementos de transgresión, ruptura de lógica y alteración de los esquemas convencionales, los narradores parecen pretender des-estabilizar o des-quiciar al lector, en el sentido de sacarle de sus quicios habituales: lo imprevisible sustituye a lo típico y la sorpresa a la normalidad. Lo habitual deja paso a la novedad y el lector, que había entrado primero en el punto de vista de la mujer y valorado la preocupación del Escriba, se encuentra confrontado después con unas reacciones de Jesús que no son las esperadas. Es un “efecto sorpresa” que pone en cuestión valores, juicios, costumbres y roles establecidos.
Pero estos equívocos y falsas apariencias iniciales revelan su verdad al final: los espacios profanos y de intemperie en que acontecen las dos escenas (un pozo en medio del campo, un camino lleno de peligros...), fuera del abrigo de los centros de seguridad como la ciudad o el templo, aparecen como lugares de encuentro con Dios. De los tres personajes de la parábola, no son los que llevan la marca de la dignidad (sacerdote, levita) quienes se comportan de manera adecuada, sino precisamente el que pertenece a un pueblo de herejes y cismáticos. El viajero sediento y desamparado en tierra hostil, se revela como el Hijo de Dios que da agua viva y como el verdadero conocedor de cómo se hereda la vida eterna.

2. "Y dijo Dios: Hagamos al ser humano a nuestra imagen y semejanza (...)
Y modeló al ser humano y sopló en sus narices aliento de vida" (Gen1,3; 2,7)

A lo largo de los dos relatos escuchamos las palabras que dirige Jesús a los personajes y asistimos a su acción creadora y recreadora sobre ellos. Él es el verdadero protagonista y conductor de ambas escenas y quien "diseña" las estrategias del encuentro:
Como diestro alfarero repite la misma acción que el narrador de Génesis atribuye a Dios: la Samaritana, como la arcilla original, va siendo modelada pacientemente y, lo mismo que el primer ´adam recibió el aliento de Dios que lo convirtió en un ser vivo, (Gen 2, 7), ella recibe el agua de la vida. El Samaritano de la parábola, hecho "a imagen y semejanza" de Dios, es propuesto como modelo para el Escriba: "ve y hazte a imagen y semejanza de ese samaritano porque él es ahora icono de las entrañas de misericordia de Dios". Lo mismo que en el jardín cada uno de los seres de la creación recibió un nombre, los que entraron en escena sin nombre propio, acceden una nueva identidad ofrecida a todos: “buscados por el Padre”, “agraciados por su don”, “llamados a hacer lo mismo que el Samaritano”...

Como hábil pescador, Jesús echa sus redes y lanza sus anzuelos para sacar a aquellos con quienes dialoga (Samaritana y Escriba) de las aguas engañosas de la trivialidad y del deseo de autojustificación que los ahogan.

Como buen pastor que conoce a sus ovejas, las hace salir del desierto de la superficialidad y el intelectualismo, las va guiando hacia la hondura y la autenticidad, les "silba" para sacarlas de las cañadas oscuras de sus evasivas y las lleva a la tierra del Don: el recibido (el don del agua viva) y el
que hay que entregar (salvar la vida del que está a punto de perderla). Haciendo "honor a su nombre" su palabra les comunica su convicción de que, sea cual sea la negatividad en la que se encuentran, Él tiene poder para abrir ante ellos una hendidura de salida: "Si conocieras el don de Dios...", "Pero un samaritano lo vio y se acercó..." Y en eso consisten la "fuente de aguas tranquilas" y los "prados de hierba fresca" en que los hace recostar.

Como maestro de sabiduría y hábil conversador, emplea todos los recursos de la palabra e inventa estrategias de aproximación: pregunta, dialoga, argumenta, propone, intenta convencer, narra, sugiere, afirma, valora la postura del otro/a, provoca reacciones de identificación o rechazo, se atreve a pronunciar imperativos. Sigue a la mujer y al Escriba en sus evasivas y se las arregla para alcanzarlos en un terreno en el que no tienen escapatoria y se encuentran enfrentados con su verdad o con su ignorancia: “No tengo marido...”, "Quién es mi prójimo?. Entra primero en sus puntos de vista para conducirlos hacia donde Él quiere, no se retira ante las defensas que esgrime la mujer, ni ante el intento del Escriba de refugiarse en el ámbito de lo teórico: el Jesús "cansado del comienzo o consciente de que el Escriba busca "ponerle a prueba", no se cansa ante las resistencias y trampas de sus interlocutores y sigue ensayando distintas tácticas relacionales. A lo largo de la conversación con la mujer, va deshaciendo sus equívocos: ella lo consideraba solamente como un receptor de su agua pero él le desvela su condición de dador y cuando ella se cierra y se defiende, no la interpela sobre lo que hace sino sobre lo que es. Las respuestas enigmáticas y provocadoras que le va dando, la van conduciendo directamente hacia Él y en último término hacia el Padre.

Como amigo que busca crear relaciones personales, en ningún momento emite juicios morales de desaprobación o de reproche: en lugar de acusar, prefiere dialogar y proponer, emplea un lenguaje dirigido al corazón de aquellos con quienes habla y utiliza una estrategia de "espacio vacío" :

- en la conversación con la mujer, la fórmula “si supieras quién es el que te dice...”, actúa como “efecto distancia” y consigue que entre ambos se cree un espacio en el que ella se siente reconocida y puede plantearse preguntas: la identidad de Jesús ("un judío"), tan clara para ella al comenzar el diálogo, queda cuestionada. Y en ese manejo del espacio, Jesús actúa con lentitud, no se apresura a proponerse como centro sino que avanza "en espiral", para ir despertando poco a poco el interés de la mujer por tener acceso a una fuente de vida "otra".

- en el diálogo con el Escriba, no responde a su pregunta dándole una lección, ni argumentando en sus mismos códigos: busca también otro “espacio vacío” entre los dos para darle la oportunidad de descubrir por sí mismo lo que le preguntaba. Por medio de la parábola, se las arregla para dar la vuelta al concepto de "prójimo" que tenía el Escriba, situado en un terreno de sutiles disquisiciones teológicas y acostumbrado a preguntar, argumentar y discutir desde lo teórico. Nada de eso enreda ni distrae a Jesús sino que lo va conduciendo a otro ámbito en el que el experto no es “el que sabe”, sino “el que hace” .

Como consumado artista y pintor, traza los rasgos del Samaritano haciendo ¿sin saberlo? su propio autorretrato: en la imagen del hombre que se acercó al herido movido de compasión, vemos reflejados los valores, convicciones y preferencias del propio Jesús, su teología y su catequesis, su imagen del Reino, su crítica profética, aquello a lo que le da importancia y a lo que no (culto, templo, observancia...), lo que considera pecado, omisión o virtud, su propuesta de conducta. El icono del Samaritano se convierte así en la versión pictórica de las bienaventuranzas.

Como experto en humanidad, se muestra profundamente atento e interesado por la interioridad de sus interlocutores: lee en el corazón del Escriba la intención de ponerle a prueba y más tarde de justificarse; del Samaritano subraya que fue la compasión la que estuvo en el origen de su comportamiento hacia el herido; a la mujer le descubre el manantial que puede brotar de lo más hondo de ella misma, en contraste con la antigua ley y mandamientos externos, y le revela también la interioridad del Padre y la búsqueda que le habita.

Como profeta poseído por el fuego del Absoluto de Dios y apasionado por su justicia, cuestiona, sacude y despoja a sus oponentes de cualquier pretexto o componenda que los aleje o distraiga de la verdad original que les afecta de manera ineludible: Dios como Padre y los seres humanos como prójimos.

3. "Y los bendijo Dios..."( Gen 1,28)."Y quedó constituido el ser humano como
viviente" (Gen 2,7)

Los personajes de las dos escenas (Samaritana, Escriba...), están convocados a una “nueva creación” y ante ellos se presenta una alternativa de elección: permanecer en sus viejos saberes y convicciones, buscando agua viva y justificación en los pozos agotados de santuarios, leyes y costumbres, o elegir “vida eterna” y dejarse arrastrar por la oferta de transformación y “transfiguración” de Jesús.

3.1. Un proceso pascual
En los dos textos se da un tránsito de una manera de pensar y juzgar a otra, de unas costumbres, estructuras y convicciones a otras y en este "proceso pascual" asistimos a una “muerte”: lo que parecía definitivo resulta ser provisorio y los principales apoyos y seguridades, vigentes en el comienzo de cada texto, manifiestan su incapacidad de comunicar “agua viva” y “vida eterna” y quedan superados por la novedad del comportamiento y las palabras de Jesús:
- la letra de la ley a la que se aferraba el Escriba para justificarse, aparece como una mediación incapaz de concederle la vida ni de responder a su pregunta sobre el prójimo. Si la mujer representa a quienes intentan apagar su sed en las tradiciones de los antepasados, el Escriba sólo conoce al prójimo por la erudición. Jesús, por el contrario, no propone ningún ideal externo sino que invita a sus interlocutores a acoger un don gratuito y a no centrarse en sí mismos y en su propia perfección, sino en la relación con sus semejantes. Prescinde de disquisiciones y casuísticas de escuela y apela al nivel elemental: el del ser humano necesitado, común a todos y por encima de cualquier ideología o religión, y a quien se reconoce como prójimo por implicación. Las viejas instituciones son sustituidas por el "camino nuevo" de su carne (Cf. Heb 10,20) y su propia humanidad frágil se convierte en espacio de encuentro: su cansancio inicial y su sed posibilitan el intercambio y la reciprocidad; su capacidad narrativa consigue que el que se movía en el terreno de lo teórico, se ponga en contacto con personas reales con comportamientos reales y le enseña que la verdadera sabiduría consiste en mostrarse humano.

- el sólo “saber" va apareciendo como algo estéril: tanto la Samaritana como el Escriba
se dirigen a Jesús de forma interrogativa, esperando de él un progreso en el terreno del
conocimiento ("¿Cómo me pides...?", "¿De dónde sacas?", "¿Acaso eres tú mayor...?", "¿Qué debo hacer?", "¿Quién es mi prójimo...?"). Pero el que expresa ella, reflejo del de su pueblo, afirma las diferencias entre etnias, montes o teologías, separa a las personas y les cierra la posibilidad de entrar en relación, reduce las expectativa sobre el Mesías a que les haga acceder a un saber (“nos lo enseñará todo”) . En cuanto al Escriba, tampoco lo que "sabe" ha conseguido otorgarle "vida eterna" y, aunque conoce bien la ley, ignora quién es ese prójimo a quien debe amar. Jesús les ofrece a ambos un “saber alternativo” y les invita a salir fuera de los “saberes múltiples” para entrar en una verdad a la que no se llega por la vía de las generalidades, sino a través de la realidad tangible y concreta. Sus palabras no van dirigidas a ampliar sus conocimientos, sino a provocar en ellos un cambio de vida. Tanto el "pozo de Jacob", símbolo de la sabiduría que da la ley (Gen R 54,5) , como “lo que está escrito en ella” (Lc 10, 26) pierden su vigencia, sustituidos por el "agua viva" y por la llamada no a leer, sino a mirar personas y comportamientos reales y a hacer como el Samaritano. Es haciendo y no sabiendo como se consigue la vida. Un saber definitivo sustituye los provisionales, y no es en el futuro sino ahora y gracias a la palabra de Jesús, como se accede a la novedad de ese conocimiento.

- los roles y estereotipos de género aparecen también superados: la mujer, sorprendentemente, hace uso de la palabra y se convierte en testigo y evangelizadora de sus conciudadanos, desempeñando roles reservados a los varones. En cuanto al Samaritano, es descrito por Jesús como alguien que cuida del hombre medio muerto y realiza con él acciones generadoras de vida: se acerca, le toca, le cura, le levanta del suelo, carga con él, le busca alojamiento y protección y se ocupa de que sigan cuidándole y nutriéndole. Las funciones que ejerce son consideradas normalmente como femeninas y maternales.

3.2. Unos personajes transfigurados
La Samaritana entra en escena como “una mujer de Samaria” y sale de ella como conocedora del manantial de "agua viva" y consciente de ser buscada por el Padre para hacer de ella una adoradora. Su identidad transformada la convierte en una evangelizadora que consigue, a través de su testimonio, que muchos se acerquen a Jesús y crean en él. La que hablaba de “sacar agua” como una tarea de esfuerzo y trabajo, abandona ahora su cántaro: Jesús le ha descubierto un don que no requiere ningún intercambio y que le es entregado gratuitamente.
El Samaritano que también había entrado en escena de manera anónima y sólo identificado por su pertenencia étnica, desvela al final su verdadera identidad: la misericordia que lo habitaba le ha hecho comportarse como prójimo de quien le necesitaba para continuar viviendo. Recibe de Jesús un nombre nuevo: “el que tuvo compasión”. En cuanto al Escriba, que expresaba su deseo de vida eterna en términos de posesión ("heredar..."), es desafiado a cambiarlo por un gesto de desapropiación semejante al del Samaritano.

Como un agua “que salta hasta la vida eterna”, una corriente de gratuidad recorre ambos textos y transfigura a sus personajes: la mujer, después de su intento de conducir a Jesús a los de su pueblo, se retira y deja que sean ellos los que le descubran y crean por sí mismos y no por su testimonio. Ha sido conducida hasta su propia interioridad a través de un paciente proceso que la ha hecho pasar de la dispersión a la unificación y ella, discípula de ese Maestro, atrae y conduce hacia él a los de su pueblo . También el Samaritano se retira y deja libre al otro, en un acto de “sublimación genital”, como la madre que da a luz y corta el cordón umbilical de su hijo para no mantenerle dependiente de ella.

El “prójimo” que en labios del Escriba era una referencia ambigua, sin rostro ni concreción y de difícil identificación, emigra de la casuística legal y se muestra como alguien concreto, de carne y hueso. No se le puede definir por su mayor o menos proximidad con respecto a otro: ahora aparece “domiciliado” en el corazón de cada ser humano que se relaciona con otros como un tú, y se convierte en todo aquel que, de manera desinteresada, se hace cargo de otros y les posibilita la vida.

Jesús, de quien sabíamos al principio que era un caminante judío cansado y sediento, se revela al final como el manantial de agua viva, como Señor, Profeta, Mesías, y Salvador del mundo, como el Hijo a quien alimenta la voluntad de su Padre. Se define a sí mismo por su capacidad de relación interpersonal: "el que habla contigo" y, lo mismo que el Señor en la primera Alianza, lleva a la mujer a un nuevo "desierto" para " hablarle al corazón” y en ella se cumple la promesa hecha a Israel: “Y tú conocerás al Señor" (Os 2,22). En sus diálogos aparece en posesión de una autoridad que le permite expresarse en el lenguaje imperativo de los mandatos divinos: "créeme, mujer", le dice a ella; “haz esto y vivirás”...,"haz tú lo mismo”, conmina al Escriba.
La imagen de Dios aparece también transformada: no es el dios impávido y distante, morador de santuarios hechos por manos humanas o dictador de leyes, ni el eterno receptor que exige presentes, dones o sacrificios en el Templo. A través de Jesús se revela como un Dios generador de vida, que da y busca, a quien se puede llamar "Padre" y que no se deja encerrar ni poseer porque es Espíritu. Si nos busca, es porque desea acrecentar nuestra existencia y comunicarnos alegría y plenitud. Para encontrarle no hay que mirar hacia arriba porque, el que bajó a una zarza del desierto, mana como una fuente en lo hondo de cada corazón y descubre su presencia en los heridos que yacen en las cunetas. El "culto en espíritu y en verdad” que Él busca está, según la mejor tradición profética, al alcance de cualquiera que se acerca a otro para prestarle ayuda. Mientras que el sacerdote y el levita dieron un rodeo para no quedar impuros y poder ofrecer sacrificios, el Samaritano, al margen del mundo sacrificial, no necesitó buscar fuera la ofrenda porque llevaba en sí mismo lo único que Dios reclama: la misericordia y la compasión (Cf. Mi 6,8).

No asistimos a un final “normal” y típico según las convenciones en uso (la mujer volvería al pueblo con el cántaro lleno de agua del pozo; el Escriba se quedaría satisfecho después de haber enunciado la Ley y recibido una respuesta dentro del ámbito de lo teórico...), sino que a los dos se les ofrece otro horizonte que los desafía, una salida imprevisible y sorpresiva en dirección a una relación vivificante (“el agua que salta hasta la vida eterna”...; “haz esto y vivirás”...). En ambos casos, la ruptura del proyecto primero (sacar agua, encontrar respuesta a una pregunta o seguir el viaje proyectado en el caso de los personajes de la parábola...) es la condición de acceso a un proyecto mayor (recibir el "agua viva", hacerse "prójimo" y practicar la "misericordia"). El cántaro, abandonado y vacío y los gestos del Samaritano que vierte y entrega lo que le pertenecía (aceite, vino, dinero...), dan testimonio de que es a través de la pérdida y la entrega como se gana la vida (Cf. Mc 8,35).

3. 3. Un final abierto
Sin embargo, el desenlace es diverso en los dos textos: mientras que la trayectoria de la mujer desemboca en una nueva situación relacional y, contagiada por el movimiento de Jesús amplía el círculo de aproximación, el Escriba aparece situado ante una disyuntiva. No sabemos si seguirá encerrado en la prisión de la legalidad, si "dará un rodeo" o si, a imagen del Samaritano, buscará la vida eterna allí donde se encuentra: en los privados de vida. El trabajo de conversión profunda emprendido por Jesús con él queda abierto: como en el diálogo con el ciego Bartimeo, Jesús le ha preguntado de manera subliminal: "¿Qué quieres que haga contigo?", y le ha ofrecido otra perspectiva y otro lugar de anclaje distinto de su propio yo: la persona del otro. El Escriba, ciego, suponía que la noción de prójimo se definía en relación a él mismo y buscaba saber dónde estaba la frontera entre los que eran su prójimo y los que no lo eran. Pero la óptica que Jesús le propone es totalmente diferente: "No es cosa tuya decidir quién es tu prójimo, sino que debes mostrarte prójimo de todo ser humano en necesidad. El centro no eres tú, es el otro hacia quien debes dirigirte. Contempla a ese samaritano: es un icono de alteridad y de gratuidad, hecho a imagen y semejanza de Dios mismo. Aprende de él la justicia que da acceso a la vida eterna : cuando alguien era incapaz de salvar su propia vida, él ha elegido la vida en su nombre y la sola huella que ha dejado de su paso es esa misma vida".

Después de este paseo contemplativo por los dos textos evangélicos, podemos dar un paso más y preguntarnos hacia dónde "tiran de nosotros" sus personajes, en qué dirección parecen querer conducirnos.

4. De la mano de la Samaritana

Si la mujer samaritana agarrara nuestra mano ¿qué nos diría y hacia dónde nos llevaría ?
Seguramente nos propondría que la acompañáramos hasta el pozo de Jacob y nos contaría cómo llegó allí con el cántaro vacío de sus carencias y dispersiones, pero que ello no supuso ningún obstáculo para que el hombre que la esperaba realizara en ella su obra. Y que, si algo aprendió allí de Jesús, es que él no se detiene ante nuestras resistencias y aferramientos sino que, como Hijo que actúa como ha visto hacer a su Padre (Cf.Jn 5,19) busca en nosotros ese "punto de fractura" en el que emerge nuestra sed más honda, como si estuviera convencido de que sólo un deseo mayor puede relativizar los pequeños deseos. Quizá por eso dejó que ella fuera expresando ante él sus prejuicios, sus resistencias y sus recelos, hasta que emergió el anhelo de vida que se escondía en su corazón, y entonces él "tiró" de aquel deseo: "Si conocieras el don de Dios..." Sin lo primero, ella no habría llegado a reconocer sus insatisfacciones; sin lo segundo, la habría dejado marchar con su cántaro lleno de un agua que no calmaba la sed.

Si le preguntamos nosotros por la transformación de su deseo, nos invitaría a no dejar nunca que nada ni nadie sofoque o entretenga los que estuvieron en el origen de nuestra opción de seguimiento de Jesús en la Vida Religiosa, sino a mantenerlos siempre despiertos e insatisfechos porque en ellos se esconde nuestra mejor "reserva de humanidad" y lo que nos permite continuar abiertos y expectantes ante ese Don que nunca acabamos de conocer por completo.

Y sobre su experiencia misionera con los de su pueblo, podría hablarnos de cuáles fueron sus estrategias para llevarlos hacia Jesús: había aprendido también de Él a hacerse experta en humanidad, a conectar con los deseos dormidos en el fondo de cada uno y a buscar esos "puntos de fractura" que pueden dejar paso a la gracia, porque es ahí donde está ya trabajando el Señor. Pero que para esa misión es mejor que se retiren las "individualidades-realizadas-profesionalmente y ocupadas-en-compromisos-espiritualmente-inofensivos" porque sólo los "buscadores de pozos" capaces de aproximarse y "tocar", de perder tiempo y perforar apariencias, pueden ayudar a otros a alumbrar el manantial que los habita.
Trataría de convencernos de la importancia de acompañarnos y sostenernos en la fe unos a otros, aprendiendo a releer la vida juntos y a posibilitar que cada uno pueda compartir el agua de su experiencia; posiblemente manifestaría su curiosidad por saber por dónde encauzamos el agua de
nuestro torrente afectivo y si los votos van dando a nuestras energías profundas la orientación apostólica que tuvieron en la existencia de Jesús. Y a lo mejor hasta se atrevería a preguntarnos los nombres de nuestros maridos, de esas realidades con las que pactamos y que nos apartan de nuestro Centro:
- el marido de la "necedad desinformada y conformista" que nos hace creer que la situación del mundo no tiene remedio ("son las leyes de una economía de mercado...", "es el precio a pagar por el avance tecnológico...") y que lo más sensato que podemos hacer es acomodarnos a lo que hay.
- el "marido neoliberal y consumista" que nos arrastra hacia un engañoso modo de ser "como todo el mundo", nos crea necesidades crecientes de confort y consigue que nos parezca lo normal estar situarnos en un cómodo centro, alejados de cualquier riesgo y camuflando como "prudencia" la resistencia a todo lo que amenace desinstalarnos. A fuerza de vivir así, la "chispa de locura" que movilizó nuestras vidas hacia el seguimiento de Jesús se apaga, nuestra mirada se enturbia y los lugares de abajo que estamos llamados a frecuentar, terminan por sernos invisibles.
- el "marido individualista" que nos ciega las fuentes de la alteridad, nos seduce con la facilidad de una vida trivial y distraída en la que no nos alcanzan el dolor de los otros, la gravedad de la presencia de Dios o el recuerdo peligroso de su Evangelio.
- el "marido pseudoterapeuta" que impone el psicologismo como explicación última de todo, sospecha siempre de nuestros deseos, les niega sistemáticamente un origen trascendente y nos instala en un nivel de positivismo hermético: todo tiene una razón en el más acá de nuestra psyche y el resto son proyecciones ilusorias. Y con eso nos niega la posibilidad de que nuestra libertad sea estirada más allá de nosotros mismos.
- el "marido secularista" que nos aleja del pozo, del encuentro profundo con el Señor y de la experiencia mística, nos hace vivir solamente desde imperativos éticos, "seculariza" nuestro corazón y nos incapacita para expresar la experiencia espiritual. De ahí nace ese "despalabramiento" para lo sublime, ese pavor ante el misterio y el símbolo, esas liturgias fosilizadas y ese activismo apostólico donde no hay tiempo ni espacio para una oración jugosa, silenciosa, "ociosa" y constante.
- el "marido espiritualista" que nos impulsa a seguir levantando santuarios y a escapar hacia los montes de nuevas sacralizaciones y restauracionismos con rasgos de new age vaporoso, sin relación con lo tangible de la vida real y cotidiana.
- el "marido idolátrico" que nos hace dar culto a los medios y a los instrumentos, a las instituciones, los ritos y las leyes, haciendo cada vez más difícil esa adoración que el Padre busca de nosotros y que no tiene nada que ver con el "retorno" a lo religioso.
- el "marido de los mil quehaceres" que esconde dentro el viejo dinamismo de buscar la justificación por las obras, nos configura como dadores más que como receptores y convierte los fracasos apostólicos o la vejez en verdaderos traumas, porque en esos momentos el trabajo pierde su pretensión de absoluto.

Pero ella, que fue liberada de todas sus idolatrías, nos diría sobre todo:
"- Sed pacientes con la lentitud de vuestros procesos a la hora de romper con esos maridos, estad seguros de que en cada una de vuestras vidas existe un pozo y el Maestro os está esperando sentado en su brocal. Confiaos a su poder de seducción, a su paciencia a la hora de perforar vuestras defensas, a su deseo de conduciros hasta lo profundo de vuestra vida, a sus fuentes interiores y secretas, porque Él sabe acompañar ese descenso sin impaciencia ni prisa. Cuando yo le escuché decir dos veces: “el agua que yo quiero dar”, supe que estaba habitado por el deseo violento de anegarnos a todos en su corriente.
No os quedéis únicamente en lo que ya sabéis de Él: recorred el proceso de intimidad al que también tenéis la dicha de estar invitados. Al principio yo no vi en Él más que a un judío, pero él me fue conduciendo hasta descubrirle como Señor, Profeta y Mesías, como Aquel a quien siempre había estado esperando sin saberlo. Tened vosotros la osadía de nombrarle con nombres nuevos, con esos que no aparecerán nunca en los resecos manuales de vuestras estanterías.
No tengáis miedo de reconocer la sed que os habita, ni os engañéis creyendo que vuestra condición de consagrados os exime de la precariedad y la vulnerabilidad que laten en cada ser humano: cambiad vuestra actitud de perpetuos "donantes" y sentíos caminantes con los que caminan y buscadores con los que buscan. Porque sólo entonces viviréis la alegre sorpresa de ser evangelizados por aquellos a quienes queréis anunciar el Evangelio. Aprended a escuchar mejor y, en vez de predicar y dirigir tanto, haceos expertos en preguntar, dialogar y compartir con otros esa pobreza que nos iguala a todos. Porque sólo si tocáis vuestra sed podréis entrar en el juego que yo aprendí junto al pozo: el hombre sediento que me pidió agua resultó ser el que calmó la mía y eso me decidió después a hablar de él a los de mi pueblo. Y precisamente porque yo me sabía necesitada de salvación, podía anunciar a otros que me había encontrado con alguien que me había acogido sin juzgarme ni condenarme. Venid a celebrar conmigo junto al brocal del pozo que la propia pobreza reconocida y puesta en relación con Jesús, no es un obstáculo para recibir el don del agua viva, sino la mejor ocasión para acogerla y dejarla saltar hasta la Vida eterna.
Pero os lo aviso, estad prevenidos: Él os puede estar esperando en cualquier lugar, en cualquier mediodía de vuestra vida cotidiana, precisamente cuando andabais enredados en pequeñas preocupaciones, en rencillas mutuas o en rancias ortodoxias en torno a rúbricas o privilegios. Si os detenéis a escucharle, estáis perdidos para siempre: Él al principio os pedirá algo sencillo (“dame de beber”, “llama a tu marido”)... , pero al final, volveréis a vuestra casa sin agua, sin cántaro y con la sed, antes desconocida, de atraer hacia él a la ciudad entera.
Acoged la noticia sorprendente de que es el Padre quien os busca y quien desea la respuesta de vuestra adoración. No tengáis miedo de esa palabra, tan extraña a los oídos del mundo porque es "la tierra otra" a la que, como Abraham, habéis sido convocados. Dejad atrás los viejos suelos que os sustentaban y adentraos en esa relación de apasionamiento por el Señor y su Reino en la que, como deseaba Benito de Nursia, nada se antepone a su amor. Y que convierte en una forma de existencia lo que proclamaba el orante del salmo: ¡Tu amor vale más que la vida!" (Sal 63,4).

5. De la mano del Samaritano

Si el Samaritano agarrara nuestra mano ¿Qué nos diría y hacia dónde nos llevaría?
Más que escucharle (parece hombre de pocas palabras), nos damos tiempo para contemplar la escena descrita por Jesús, recordando que un icono no es el reflejo de lo que ya vivimos y somos, sino que nos manifiesta lo Otro, lo que aún no somos, la distancia de conversión que tenemos que recorrer y nos pone frente a la mirada que nos adentra en nosotros mismos y nos permite acceder al verdadero rostro del prójimo.
¿Nos descubrirá también este icono lo que habitaba la interioridad de Jesús, el que inventó su historia y que sin pretenderlo, "pintó" en él algo de sus propios rasgos? ¿Acaso no es su pieza maestra, el cuadro por el que podía haber pasado a la historia y ser recordado, si no fuera porque ya tiene otros motivos para serlo? .

Comenzamos mirando la escena, como si estuviésemos presentes en ella:
Ante todo, nos sorprende el realismo lúcido del autor que no ahorra los tonos sombríos: un asalto de bandidos, un hombre despojado, derribado y medio muerto y dos transeúntes "cualificados" que pasan de largo (y nos resulta inevitable recordar el bandidaje de nuestro mundo, sus víctimas olvidadas en los márgenes de la exclusión, la indiferencia de los que pasan o pasamos, atareados con nuestros propios asuntos ...)
Y cuando la historia se obstinaba en hacernos creer que el mal constituye la última palabra de las cosas y que la situación es fatalmente irremediable, el narrador hace surgir otra figura en el horizonte, precedida de un pequeña marca gramatical que nos pone en vilo: "pero un samaritano...". ¿De dónde procede y qué pretende la "disidencia" introducida por ese "pero"? nos preguntamos ¿Qué fuerza de oposición puede representar en medio de un mundo que no parece emitir más señales que las del frenesí posesivo, la obsesión por el propio cuidado y una inconsciencia satisfecha, mientras que pueblos enteros se desploman en silencio? Ese pequeño "pero" ¿no nos está comunicando algo de cómo mira Jesús la historia y de su terca esperanza que ve emerger en ella una poderosa aunque en apariencia débil fuerza de resistencia?
Porque, en medio de tantos signos de muerte, el Samaritano que entra en escena no parece poseer muchos recursos, no pertenece a ningún centro de poder que lo respalde y le garantice prestigio o influencia; es extranjero, viaja solo y no cuenta más que con su alforja y su montura, pero tiene la mirada al acecho y allá adentro, su corazón ha vibrado al ritmo de Otro.
Y entonces hace el gesto mínimo e inmenso de aproximarse al hombre caído. Cuando otros lo han esquivado, sin dejar que les hiciera mella dejarlo atrás, él se siente afectado por el herido y responsable de su desamparo. La urgencia de tender la mano al que lo necesita pospone todos sus proyectos e interrumpe su itinerario. La inquietud por la vida amenazada del otro predomina sobre sus propios planes y hace emerger lo mejor de su humanidad: un yo desembarazado de sí mismo. Es un extranjero al que ningún parentesco ni solidaridad étnica obligaba a atender a otro, pero que se ha detenido a socorrerle; es un viajero que ha descendido de su cabalgadura, ha cambiado su itinerario y se ha arrodillado junto a otro hombre; es un cismático que, sin embargo, se ha comportado como el guardián de su hermano y en el mandamiento: "No matarás" ha leído: "Harás cualquier cosa para que viva el otro".

¿Y si en ese gesto de pura alteridad se encerrara el secreto de nuestra identidad más honda y nos estuviera mostrando dónde desemboca la adoración a la que nos convocaba la Samaritana ? Ser
en medio del mundo un signo que contesta el acrecentamiento del tener, un signo tan pobre como el del pesebre o la tumba vacía, una presencia que afirma el valor y la dignidad de los más pequeños?
Ínfima piedrecita de tropiezo en el campo de la lógica neoliberal, soñadores con los pies en la tierra, empeñados en mantener una relación esperanzada y no resignada con la realidad, capaces de descubrir posibilidades viables de transformación y de imaginar el "otro mundo posible". También en torno al Samaritano existía, como ahora, una lógica dominante: "Si te detienes a cuidar de un desconocido medio muerto, te expones a echar a perder tus planes, tu tranquilidad, tu tiempo, tu aceite, tu vino y tus denarios". Pero en su reacción se revela la obstinada lógica de Jesús: "No midas, no calcules, deja que el amor te desapropie: serán los otros quienes te devolverán tu identidad, justo cuando tenías la impresión de que estabas perdiendo tu vida" .

Nos detenemos a contemplar al hombre medio muerto. El que ocupe el centro del cuadro nos hace pensar que a Jesús le era natural mirar las cosas desde abajo, con los ojos de los que viven o malviven en las peores situaciones. El que nació en un descampado de las afueras de Belén y morirá fuera de las murallas de Jerusalén, "se deslocaliza" y levanta su tienda allí donde nadie lo espera: en los desposeídos, derrotados y excluidos, precisamente donde parecía abolida toda la esperanza. Lo encontraremos siempre fuera, con los que el mundo ha arrojado lejos de sí.
"Cuidó de él", leemos en el texto. "Cuida de él", dirá después al posadero. Es un verbo "femenino", lento, acariciador, que confronta nuestras prisas y nuestra impaciencia por los resultados inmediatos. Esta dimensión humana del "cuidar" puede bañar con su calidez nuestras relaciones comunitarias, romper nuestras defensas, conseguir que se resquebraje esa dureza que puede hace sombrío nuestro celibato y permitirnos derramar cordialidad e inventar gestos de ternura.
Contemplamos de nuevo al hombre "medio muerto" , sin rehuir la pregunta que a veces nos asalta de si no será a veces la propia Vida Religiosa responsable de las "medio-muertes" de algunos de sus miembros. Porque la sinceridad nos obliga a reconocer la existencia de vidas "a medias" que no parecen esponjadas ni felices, supeditadas al funcionamiento de las instituciones, asfixiadas por la inercia de un orden inamovible y unas tradiciones incuestionables, deshabitadas en su corporalidad, con la iniciativa y la espontaneidad sofocadas, raramente invitadas a pensar por sí mismas, a expresar libremente sus opiniones, sus desacuerdos, sus deseos o sus sueños. Ciertamente, habría que calificar como de "No-vida-no-religiosa" a la que produce semejantes "sujetos necrosados" en su seno estéril, cuando quienes llegaron a ella venían buscando la vida en abundancia prometida por el Viviente.

Seguimos mirando al hombre medio muerto con el alivio de saber que alguien se va a poner a favor de la mitad viviente de su persona y va a elegir la vida en su nombre. Y nos damos cuenta con asombro de que es precisamente él, desde su impotencia, quien posee el poder de revelar al Samaritano su capacidad de compasión que le asemeja a Dios.

¿ Y si fuera lo que sentimos "medio muerto" en nosotros, tanto personal como institucionalmente, lo que tuviera la misión de revelarnos dimensiones de nuestra existencia que desconocíamos? ¿Y si fueran las situaciones de creciente fragilidad, disminución y pérdidas las "mensajeras" encargadas de anunciarnos una novedad que llega a nuestras vidas? Nunca las hubiéramos elegido y más bien seguimos añoramos ser muchos, fuertes, jóvenes e influyentes, pero en muchos lugares estamos siendo llevados a lo contrario y nuestra resistencia al empobrecimiento se está convirtiendo en una fuente de depresión espiritual corporativa que nos bloquea los proyectos y nos impide vivir felices y ser creativos. Tenemos "medio muerta" la esperanza con respecto al futuro de Dios en la Vida Religiosa y hemos pactado con una “herejía emocional” mucho más peligrosa en este momento que cualquier otra herejía: Dios no tendría ya nada que hacer en este mundo, en esta Iglesia, en este Cuerpo apostólico. Ninguna novedad cabría ya esperar de él. No lo decimos así, pero lo sentimos, y ese sentimiento entra sutilmente dentro, como un cuchillo del aliento y la esperanza. Y cuando entra en crisis la esperanza, comienzan a agonizar el amor y la fe .

¿No estaremos necesitando que el gran Samaritano que es Jesús se nos acerque, cure nuestras heridas y derrame sobre ellas el aceite de su consuelo y el vino de su fuerza? ¿No está ante nosotros el kairós de descubrir en nuestra fragilidad “un camino nuevo” en el que la fuerza se manifiesta en la debilidad y la vida en la muerte? ¿No está siendo la hora de fiarnos perdidamente del Dios que está trabajando algo nuevo con nuestra pobreza e incluso con nuestra pérdida, y de aceptar ser en la Iglesia "portadores de las marcas de Jesús" , una realidad débil, siempre frágil y nunca acabada?
Pero si no nos decidimos a apurar hasta el fondo las muertes a las que vamos siendo conducidos, si no llegamos a "gustarlas", no seremos capaces de dejar emerger la vida que está queriendo nacer a través de ellas: una llamada a centrarnos en lo esencial, una manera distinta de relacionarnos, de apoyarnos intercongregacionalmente, de dejar espacio a los laicos, de aprender mejor lo que son la reciprocidad y la colaboración.
¿Podemos imaginar lo que ocurriría en una Congregación (y empezamos a tener preciosos ejemplos de ello) que abandonara toda ansiedad por controlar su futuro y dejara en las manos de Dios la perla preciosa de su carisma? No para desentenderse de él y renunciar a seguir ofreciéndolo a otros, sino para hacerlo movidos por la búsqueda del Reino y no por asegurar a toda costa la propia supervivencia. ¿Somos capaces de soñar en la liberación de energías que esa confianza traería consigo y en la novedad que supondría dejar de culpabilizarnos o de afligirnos ante la disminución y
la precariedad? Porque entonces ellas nos mostrarían su rostro luminoso y se nos revelarían, no como una desgracia o como un drama, sino como una ocasión, a la vez dolorosa y preñada de posibilidades, de fiarnos de esa sabiduría del Evangelio que habla de perder y dejar?
¿No estamos hoy en la mejor de las ocasiones para vivir todo eso a pleno pulmón? Una consecuencia inmediata sería que, en los lugares en que experimentamos el envejecimiento de la Vida Religiosa, nos ayudáramos unos a otros a ensanchar nuestra mirada y nuestra mente y llegáramos a alegrarnos de que otras Congregaciones y en otros países vivan momentos de crecimiento y expansión. Y esta "consolación vicaria", este gesto de gratuidad y de desprendimiento estaría seguramente en la mejor tradición de nuestros fundadores y constituiría uno de eso signos de novedad que andamos buscando: ¡nada menos que abandonar la estrechez de nuestras miras y dejar latir nuestro corazón al ritmo de la universalidad de la Iglesia!

¿Qué es difícil reaccionar desde esa fe? Pues claro. ¿O es que cuando nos decidimos a seguir radicalmente a Jesucristo nos garantizaron que el futuro iba a resultarnos fácil?

Llegamos por fin a la posada. El lugar queda marcado de nuevo por el cuidado pero ahora todo sucede en el "adentro" de una casa, de unos muros (de una institución, pensamos nosotros) .
¿Cómo conseguir que las estructuras que hemos creado sean "posadas" al servicio de la vida, espacios en los que nos sintamos acogidos, que nos ofrezcan estabilidad y permanencia y nos rehagan para poder retornar a los caminos? ¿Cómo hacer para no olvidarnos de que su razón de existir es generar (otro verbo femenino) "pertenencias cohesivas" y facilitar estructuras y espacios de encuentro? ¿Cómo mantener la memoria de aquello para lo que nacieron, cuando el torbellino creativo de los fundadores las inventaba flexibles, con imaginación para que no se anclaran en puntos fijos sino que se mantuvieran abiertas a sueños movibles?
Y dentro de la posada no importa si estamos en "primera línea", o si nos dedicamos a hacer las sandalias para que otros puedan caminar al encuentro de quienes nos necesitan o a prensar la aceituna y pisar el vino que derramarán en sus heridas. Algunos tendrán que dedicarse a denunciar a los bandidos que asaltan a los débiles, a crear "redes samaritanas de comunicación" que despierten, protesten, contacten con otros "compañeros de disidencia" que a lo largo del ancho mundo están ya plantando cara al fatalismo económico, inventando otros modelos de economía solidaria y empleando todas sus potencialidades y recursos en crear un orden humano en el que sea posible la existencia de todos. Otros sentirán la urgencia de dedicarse a cuidar de este planeta "medio muerto" y a defenderlo de sus depredadores. Algunos ofrecerán su tiempo y su escucha a los jóvenes y a los buscadores de sentido que llaman a nuestras puertas y, mientras unos sentirán la llamada de entrar en diálogo con otras religiones, otros anunciarán el nombre de Jesús desde las azoteas.
La misión de nuestra posada no es sólo guardar la memoria de nuestra herencia y afianzar nuestros vínculos sino, por encima de todo, facilitar que resuene en nosotros la causa de lo humano como causa de Dios y conseguir que nos sintamos un cuerpo cohesionado y bien trabado al servicio de un mundo herido.


6. De la mano del Escriba

Si el Escriba agarrara nuestra mano ¿qué nos diría y hacia dónde nos llevaría?
Quizá nos citaría junto a su mesa de trabajo, llena de viejos rollos manuscritos y comentarios a la Torah y nos contaría cómo se habituó desde niño a la observancia escrupulosa de la Ley y a no quebrantar a sabiendas ni una sola de sus prescripciones. Su preocupación constante era la de saber cómo llegar a vivir una vida "eterna", es decir, "verdadera", más allá de las limitaciones del tiempo, la fragilidad y la caducidad de las relaciones, una vida plena, honda, desbordante... Con tal de encontrarla había consagrado su existencia a leer y a investigar y por eso se reunía con otros Escribas para discutir con ellos y consignaba después sus descubrimientos en pergaminos que conservaba celosamente.
Maestro del saber, con influencia y prestigio, había pasado los mejores años de su juventud escudriñando las Escrituras, pero las enseñanzas que había llegado a dominar se habían convertido para él en una carga agobiante que le asfixiaba y lo atrapaba dentro de una red tejida con hilos de complicadas argumentaciones y sutiles disquisiciones.
Le habían hablado de un galileo itinerante al que rodeaba un grupo de discípulos y que iba dejando a su paso una huella de alegría y libertad. Se decidió a dirigirse a él: quizá existía algún texto de la Torah desconocido para él pero comentado por estudiosos de alguna sinagoga de Galilea que podía hacer crecer su conocimiento acerca de la vida verdadera. Con una mezcla de curiosidad y de arrogancia ("¿de Nazaret puede salir algo bueno?") le planteó su pregunta y comprobó con desencanto que Jesús le remitía a la respuesta ya sabida de la ley. Citó el texto del Shema con el tono plano de quien lo ha repetido mil veces de memoria: "Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón...y al prójimo como a ti mismo". Pero irritado después por la imagen de simplicidad que estaba dando, decidió probar los conocimientos del galileo y le preguntó: "¿Y quién es mi prójimo?

" - Y entonces vino el sobresalto", nos confesó. En vez de seguirse moviendo en los códigos que me eran familiares, aquel extraño maestro se puso a contarme una historia sorprendente que no tenía nada que ver con lo que yo había aprendido. En ella todo se volvía del revés: las figuras que yo respetaba y admiraba, el sacerdote y el levita, quedaban descalificadas; el nombre de Dios no era pronunciado en ningún momento y la única alusión lejana a su Ley (la prohibición de tocar un cadáver), era abiertamente quebrantada. Pero fue sobre todo el final lo que me resultó definitivamente intolerable: me proponía como modelo de conducta y de aprendizaje para hacerme prójimo, a un hereje samaritano cismático.
Intenté huir, pero la mano de aquel desconocido había agarrado la mía y me había sacado a campo abierto, hasta plantarme en una encrucijada en la que ahora me encuentro: me invita a dejar atrás todos los caminos ya frecuentados y a aventurarme por uno absolutamente desconocido y lleno de incógnitas. No me exigía renunciar a la herencia recibida, sino a crear a partir de ella algo nuevo e inédito.
Mis viejos saberes y seguridades comienzan a parecerme inservibles y el vértigo se ha apoderado de mí. Estoy alarmado porque, sin querer, comparo el personaje del Samaritano con las figuras del sacerdote y el levita, símbolos de las conductas que durante años han nutrido mis convicciones y me doy cuenta con asombro de que están empezando a cambiar de signo para mí: sus vidas me parecen anquilosadas y estériles, se expresan en una lengua muerta que ya no habla, los veo víctimas de costumbres muertas y frías, acomodados a dictámenes y convencionalismos externos, mercaderes de un discurso vacío, profesionales ateos del discurso sobre Dios. He comprendido por qué en la historia de Jesús, dieron un rodeo ante el hombre medio muerto: su corazón estaba atrofiado e insensible, incapacitado para reaccionar ante lo inesperado y liberarse de mecanismos habituales y rutinarios. Se sabían de memoria, lo mismo que yo, el mandamiento de amar al prójimo, pero su cabeza no estaba conectada con su corazón y huyeron del prójimo real que los desafiaba con su concreción.
Va creciendo en mí lentamente la intuición de que la vida que voy buscando no está vinculada a leyes, templos, ritos, edificios o costumbres, sino a esa palabra en la que Jesús puso toda la fuerza de su relato: la compasión. El imperativo que me ha dirigido "haz tú lo mismo" gravita sobre mí y me debato entre retornar al mundo ya conocido de mis certezas sacadas de los libros, o a entrar en contacto con seres humanos de carne y hueso y descubrir que es junto a la gente más hundida donde se aprende la vida eterna".

¿Y si nos atreviéramos a reconocernos, como en un espejo, en el personaje del Escriba? ¿Y si sus palabras pusieran nombre a nuestra costumbre de refugiarnos en el mundo aséptico de las teorías, en la satisfacción de las rotundas declaraciones, en la tranquilidad de una vida ordenada, cumplidora y entumecida, en la protección de horarios inmutables y de tapias a veces invisibles, a salvo del rumor de la vida que transita lejos de nosotros y de las lágrimas, los gritos, las risas o las esperanzas de los que viven y mueren en las afueras de nuestro mundo?.
¿Cómo evitar que la aventura que un día emprendimos, nacida de un enamoramiento apasionado por el Señor y su Reino, derive hacia una tibia moderación y se convierta en un aburrido cumplimiento de normativas y costumbres?
Estamos experimentando la frustración de no haber atinado del todo con la búsqueda de la vida plena y desbordante en la que quisimos empeñar nuestra vida: nos sentimos cansados de palabras sin significación y hambrientos de ver, tocar y sentir; hemos alcanzado un punto de saturación en cuanto a declaraciones, documentos y teorías sobre lo específico de nuestra identidad, cuando lo que importa no es lo que proclamamos, sino lo que vivimos. ¿No estaremos gastando nuestras energías en conservar y retener una figura de Vida Religiosa y unas formas históricas que nacieron criticables y provisionales? ¿No estamos ya en el momento de dejar de repetir lo que ya veníamos haciendo, sino de abrirnos a lo que está delante de nosotros, a la novedad que el Espíritu está creando?

Posiblemente estemos necesitando los consejos del Escriba:
"- Abandonad vuestro mundo de realidades virtuales, como yo sacudo el polvo de mis legajos; apagad aunque sea momentáneamente los ordenadores en los que conserváis celosamente organigramas, reglamentos, proyectos sociales o planes pastorales y salid a las calles y a las plazas a escuchar el rumor de la gente real y a ensanchar vuestras superficies de contacto con ellos. No esquivéis los itinerarios peligrosos, porque la novedad emerge siempre fuera de los lugares seguros, protegidos y convencionales.
Abríos a una espiritualidad de la intemperie y a soportar la perplejidad sin poneros a la defensiva, arriesgaos a desaprender muchas viejas prácticas y a reaprender la práctica silenciosa del amor concreto, porque será eso, en vez de su monótona proclamación, lo que hará resplandecer vuestra vida. Poned más interés en descubrir necesidades que en conservar herramientas y en inventar respuestas más que en repetir fórmulas, traeos a casa las cuestiones fundamentales que habitan a la gente: la vida, la muerte, el amor, la verdad, la paz, el futuro de la tierra. No os empeñéis en seguir ofreciendo respuestas estándar que han sobrepasado ya su fecha de caducidad ni os dejéis paralizar por el desánimo: "precisamente porque las cosas se han agravado tanto, está permitida esperanza".
No os lamentéis de la insuficiencia de vuestros esfuerzos por “transfigurar” vuestra vida: tampoco yo conseguí alcanzar por mí mismo la vida que buscaba; alegraos si os habéis quedado sin palabras significativas para definir vuestra identidad: el Samaritano no necesitó pronunciar ninguna para acercarse al herido y curarle. Sencillamente lo hizo.

No tratéis de escapar cuando la vida os lleve a situaciones de desestabilización y de crisis, de desgarro y de ruptura y se queden en suspenso los privilegios teológicos que os sostenían, porque sólo cuando renunciéis a definiros por comparación con los demás se desplegará lo más auténtico que hay en vosotros.
La vida que habéis abrazado no un modelo ético, ni un relato fundador, sino una pasión, una aventura, un riesgo, un itinerario a recorrer con los ojos y los oídos abiertos y en el que la única brújula que guía a la meta es la de la misericordia y la ternura.
Dejad que, como a mí, os sacuda el imperativo: "Vete y haz tú lo mismo". Ante de vosotros están abiertas las grandes avenidas de la adoración y la compasión que desembocan en "vida eterna" . Dichosos vosotros, si elegís caminar por ellas.

***

En manos del Primer Alfarero

Como en el capitel de Nazaret, Alguien agarra hoy nuestra mano para adentrarnos en su seguimiento y hacer de nosotros discípulas y discípulos suyos, apasionados por Él y por su mundo.

Viene a nosotros con el empuje irresistible del manantial que salta hasta la Vida eterna y pretende arrastrarnos hacia esa adoración que busca en nosotros el Padre, hasta que la totalidad de nuestra la vida quede expuesta a su amor y la prioridad de su Reino relativice todo lo demás.

Se acerca a cada uno de nosotros para sanar nuestras heridas y cargar con nuestras limitaciones, nos invita a recorrer con Él los lugares donde la vida está más amenazada y a confiar en la fuerza secreta de la compasión y de la obstinada esperanza. Porque Él, que contempla ya la espiga en el grano de trigo hundido en tierra y escucha el llanto del niño que nace cuando la mujer grita aún por el dolor del parto (Jn 16,21), nos descubre las posibilidades de vida que se esconden allí donde parece que la muerte ha puesto la última firma.

Él es el Dador del agua viva, el Samaritano que sana nuestras heridas, el Vencedor de la muerte, el Alfarero de la nueva creación.

Dichosos nosotros si nos dejamos atraer y conducir por Él.

Ultima modifica il Giovedì, 05 Febbraio 2015 16:53

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