Leonardo Boff, desde América Latina, señalaba otro punto de vista, "la existencia de una demanda cada vez más universalmente extendida de valores no materiales, de una redefinición del ser humano como un ser en busca de sentido planificador y de valores capaces de inspirar profundamente la vida".
La aparición de búsquedas espirituales al margen de las religiones establecidas en los países de tradición cristiana y su recurso a medios y métodos tomados de otras tradiciones, arcaicas como el chamanismo, procedentes del mundo antiguo como el esoterismo, o importadas de las religiones del Extremo Oriente, está poniendo de relieve la incapacidad de las Iglesias cristianas para responder a la demanda de espiritualidad que provoca el predominio en nuestros países del materialismo práctico.
Esa incapacidad puede tener su origen inmediato en la dificultad de las Iglesias para reformular la espiritualidad acumulada por la tradición cristiana y expresarla en categorías que se correspondan con la sensibilidad y la mentalidad contemporáneas; pero puede también tenerlo en la contaminación de los cristianos por las formas de vida vigentes en las sociedades modernas, y el empobrecimiento espiritual que eso comporta.
La pérdida de la influencia de la religión ha sido considerada, por algunos, como condición indispensable y necesaria para la modernización política. Esta radicalización condena a los creyentes a una especie de “intemperie” a la hora de vivir su dimensión religiosa, por falta de los apoyos sociales y culturales existentes en épocas de mayor presencia de lo sagrado. Lo que puede convertirse en una posibilidad de crecimiento.
El dato más significativo en la evolución del fenómeno de la increencia es el paso, del ateísmo y de la increencia militante, a la indiferencia religiosa. De hecho, la mayoría de los que se declaran no creyentes se identifican a sí mismos como indiferentes, su número crece permanentemente alimentado por los que pasan, de una situación de alejamiento de la religión y de no práctica religiosa, al desinterés y la indiferencia frente a ella.
En Europa hemos vivido, y en parte seguimos viviendo, un cristianismo de masas, heredado por tradición, con una religiosidad basada en la aceptación de creencias, la práctica de unos ritos obligados y la pertenencia casi meramente jurídica a la Iglesia, concebida como sociedad perfecta, fuertemente jerarquizada, que enmarcaba la vida social y regía la vida de las personas. La crisis religiosa lo está erosionando año tras año. Algunos pronostican el fin de cristianismo.
Pero también hay analistas cristianos de la situación actual que manifiestan otra convicción. El futuro del cristianismo depende de que los cristianos europeos, expertos en la superación de crisis históricas, construyamos un estilo nuevo de vivir el cristianismo que sea fiel al evangelio y esté atento a los retos del tiempo presente.
Europa es tierra de misión como reconoce la Iglesia, pero no para restaurar un pasado que ya murió, más bien para crear una nueva forma de evangelización de este viejo continente donde la persona humana recobre su protagonismo.
Lograrlo nos exigirá escuchar la experiencia de vida cristiana en otros continentes y aprender de otras iglesias.