La misión desde el mandato misionero

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   El concepto de “misión” ha sufrido en las últimas décadas una notoria transformación. El profesor M. Deneken analiza el fenómeno en un estudio reciente. Aduce como prueba el modo en que es utilizado el término por los sacerdotes a la hora de hablar el domingo en que se celebra la Jornada Misionera Mundial: “De una predicación que insistía sobre el impulso misionero hacia otros países se ha pasado a una predicación que divisa la misión en el interior mismo de las comunidades cristianas” (1). Sin posibilidad ya de hacer demasiadas distinciones entre una misión ad extra y una misión ad intra, muchas son las dificultades con las que hoy se encuentra la Iglesia ante esa tarea irrenunciable de “manifestar y comunicar la caridad de Dios a todos los hombres y pueblos” (2). El Consejo Pontificio de la Cultura las ha puesto de relieve en el documento publicado con ocasión de la Asamblea Plenaria del año 2004 (3). 
   Desde un análisis pormenorizado de los gozos y esperanzas, de las tristezas y angustias de nuestro mundo, ofrece la siguiente diagnosis: “La actitud agresiva hacia la Iglesia, sin haber desaparecido completamente, ha dejado lugar, a veces, a la ridiculización y al resentimiento en determinados medios de comunicación y, a menudo, a una actitud difusa de relativismo, de ateísmo práctico y de indiferencia […]. La búsqueda individual y egoísta de bienestar y la presión de una cultura sin anclaje espiritual, eclipsan el sentido de lo que es realmente bueno para el hombre, y reducen su aspiración a lo trascendente a una vaga búsqueda espiritual, que se satisface con una nueva religiosidad sin referencia a un Dios personal, sin adhesión a un cuerpo de doctrina y sin pertenencia a una comunidad de fe vivificada por la celebración de los misterios” (4). Efectivamente, la Iglesia del siglo XXI tiene ante sí el gran desafío de la indiferencia religiosa y de la increencia, actitudes que se encarga de difundir una cultura impregnada de secularismo, para la cual cuentan poco las barreras geográficas. Este “neopaganismo”, que idolatra los bienes materiales, los beneficios de la técnica y los frutos del poder, contagia del mismo modo al mundo Occidental y a las grandes metrópolis de África, de América y de Asia.

   Por muy sombría que sea la situación actual de nuestro mundo en el aspecto religioso, la Iglesia no deja de buscar en ella puntos de anclaje para el anuncio del Evangelio. Sabe que sólo la Buena Noticia de un Dios-Amor puede saciar la sed de plenitud y de eternidad que el mismo Dios ha puesto en el corazón del hombre. Las presentes jornadas de la Asociación Francófona Ecuménica de Misionología dan buena prueba de ello. El lema es elocuente: “Europa después de la Ilustración: Atreverse a la misión en una Europa en proceso de construcción”.

   La invitación que Jean-Marie Aubert me hizo llegar para participar en estas jornadas con una reflexión sobre la misión desde la Biblia demuestra que, en esta aventura irrenunciable para la Iglesia, la Biblia no puede quedar olvidada. La Palabra de Dios será siempre lámpara para nuestros pasos y luz en nuestros senderos (cf. Sal 119,105). Dado que un estudio bíblico transversal de la misión, mínimamente respetuoso con los textos, exigiría mucho más tiempo del que disponemos (5), he decido aceptar la posibilidad que se me brindó de centrarme en algunos textos más significativos. Tratándose de la misión, no me cabe la menor duda de que los textos fundamentales son los que nos ofrecen los evangelistas al narrar el encuentro del Resucitado con sus discípulos. La Pascua es el momento decisivo tanto en el pensamiento cristiano como en la vida. F.-X. Durrwell ha sabido percibirlo con nitidez y ha conseguido inculcarlo con pasión. En una obra que el autor presentaba como “ofrenda de la tarde”, concebida como recapitulación de los elementos diseminados en sus muchos escritos precedentes, afirmaba de manera categórica: “Todo comienza con la resurrección de Jesús. ‘Ha resucitado’, fue el grito de la Iglesia en su nacimiento. La fe despertó el día de Pascua, en el encuentro con el Resucitado. En nuestros mismos días, en ese encuentro es donde sigue iluminándose dicha fe” (6). No hay duda. La resurrección tiene como efecto la superación de todos los límites y restricciones precedentes. Merece la pena una lectura pausada del mandato misionero del Resucitado, tal como éste queda consignado en nuestros cuatro evangelios. Encontraremos abundantes elementos capaces de iluminar y orientar a la Iglesia en lo que atañe a los fundamentos, los contenidos y los métodos de la misión que ha de seguir desempeñando en el presente. Respetando el orden cronológico más probable de los textos, dejamos para el final el que se nos ofrece en el apéndice canónico de Marcos.

1. Mateo 28,18-20: “Haced discípulos a todas las gentes”

   Al encuentro del Resucitado con sus discípulos reserva el evangelista san Mateo el último relato de su obra (28,16-20). El hecho de ser un encuentro anunciado en tres ocasiones (26,32; 28,7; 28,10) habla por sí solo de su importancia. Tras una especie de preludio, que señala el desplazamiento de los once discípulos al lugar previamente establecido y la reacción que en ellos suscita la “visión” del Resucitado (vv.16-17), resuenan con fuerza las palabras que el Resucitado les dirige, articuladas en tres breves sentencias: revelación de su autoridad universal; mandato misionero; revelación y promesa de su presencia permanente (vv.18-20). Esta disposición hace que todo gire en torno al “mandato misionero”, encuadrado entre dos revelaciones en estrecho paralelismo: al poder del Resucitado, dilatado a las dimensiones del universo, corresponde su presencia permanente entre los discípulos hasta el final de los tiempos (7).

a) Revelación de una autoridad universal (v.18b)

   Lo primero que el Resucitado revela a sus once discípulos, acercándose a ellos como quien quiere reanimarlos y orientarlos (8), es que le ha sido concedido un don que le constituye en Señor del universo: “Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra”. La forma del verbo utilizado (aoristo pasivo) habla de algo ya acaecido, no de una promesa o de una esperanza para el futuro, y habla igualmente de un don que tiene su origen en Dios, su Padre, “Señor del cielo y de la tierra” (11,25). Dios Padre actúa de tal manera a favor del Crucificado y Resucitado que le confiere su propio poder. La frase entraña, pues, una afirmación esencial sobre la relación entre Dios Padre y el Hijo resucitado de entre los muertos.

   Este poder es omnicomprensivo. No conoce límites ni en su naturaleza ni en su extensión. Ya durante su vida terrena, Jesús hablaba y actuaba “con autoridad”. En siete ocasiones a lo largo del evangelio viene caracterizada así su enseñanza y su obra (7,29; 8,9; 9,6; 21,23.24.27) y en otras dos ocasiones señala el evangelista que Jesús hace partícipes de su propia autoridad a los discípulos y a la comunidad (9,8; 10,1). Esta autoridad, que, aunque sorprendente, no podía menos que conocer los límites del espacio y del tiempo, se hace ilimitada con su resurrección. En ella se manifiesta ahora su identidad de Hijo y en ella se basa su permanente actividad a través de los discípulos.

b) Mandato misionero (vv.19-20a)

   Relacionado con la afirmación precedente mediante una conjunción consecutiva (oûn), es decir, apoyado sólidamente en la autoridad recibida y presentándose como consecuencia lógica de la misma, el mandato misionero viene formulado de tal manera que todo queda dominado por el imperativo mathèteúsate (= “haced discípulos”). Esta acción presupone la generosa actitud itinerante de los once (“yendo”) y va acompañada de la administración del bautismo y de la transmisión de una enseñanza (“bautizando” – “enseñando”).

   El verbo que da al mandato misionero del Resucitado su nota característica (“hacer discípulos”) expresa mucho más que un simple “proclamar” (kèryssein). No se trata de presentar o de ofrecer solamente un mensaje, sino de llevar a una relación estrecha y personal, cuyo modelo es la relación establecida entre el Jesús terreno y sus propios discípulos. Estos recibieron un día del maestro la llamada al seguimiento, al discipulado; los recibió en su escuela y los unió a él con una vinculación personal (no mediante una enseñanza más o menos novedosa). Esta vinculación personal, que determina su unión con Jesús y que está en la base de su seguimiento, determina a la vez la relación entre ellos como miembros del grupo de discípulos, como miembros de una verdadera comunidad en torno a la persona de Jesús, único Maestro. Pues bien, aquellos que, como discípulos de Jesús, gozan ya de una larga y profunda experiencia de su relación con él, reciben de él ahora el mandato de “hacer discípulos” a todos los pueblos. La futura misión de los once no será otra que la de reproducir y hacer realidad en los demás la experiencia que ellos mismos han vivido junto a Jesús. La comunión de vida que ellos han tenido con Jesús no es, pues, un privilegio singular, reservado sólo para ellos. Aunque tenga un valor propio como experiencia personal y normativa, tal experiencia ha de ser transmitida, comunicada, contagiada, estando aquí la base y la razón de toda su actividad futura.

   La transmisión de esta experiencia de “discípulos” no conoce barreras de razas, de lenguas o de clases sociales. Todos los pueblos sin excepción están llamados e invitados a convertirse en discípulos de Jesús. Lo que expresamente aparecía prohibido en 10,5, ahora queda explícitamente ordenado. Como en otros textos donde se utiliza la expresión pánta tà éthnè en Mt, ésta hace referencia a todos los hombres (cf. 25,32). Tampoco Israel queda excluido del horizonte de esta misión universal. A todos los hombres han de dirigirse los once para llevar a cabo la misión recibida. No pueden permanecer en casa, esperando con los brazos cruzados a que los demás se acerquen a ellos; deben ponerse en camino (“yendo”) y, respondiendo al estilo itinerante del mismo Jesús, acercarse ellos a todos los hombres. Los interpelados aquí son solamente los once. Pero, teniendo en cuenta la anotación geográfica (“todos los pueblos”) y la posterior precisión temporal (“hasta el fin del mundo), se impone la conclusión de que esta misión compete, a través de los once, a todos los futuros colaboradores y sucesores, es decir a todo cristiano, cuya definición más densa y breve es la de ser “discípulo”.

   A la condición de discípulo se llega aceptando el bautismo y como discípulo de Jesús se vive escuchando y observando su enseñanza. De aquí la consigna de hacer discípulos “administrando el bautismo” y “enseñando”. Los dos participios se encuentran subordinados al verbo principal (“haced discípulos”) y lo especifican.

   Por lo que se refiere a la orden de administrar el bautismo, rito conocido como purificación de los pecados (cf. 3,6-10), llama especialmente la atención la formulación trinitaria que lo acompaña: “bautizándolos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”. Esta fórmula, además de distinguir el bautismo cristiano de otros bautismos, como el que recibían los prosélitos judíos o el que impartía Juan el Bautista, sirve para indicar el significado y el efecto del mismo. Hacia ello invita a pensar la fuerza de la expresión griega eis tò ónoma. La preposición eis indica movimiento y dirección. Se trata, por tanto, de un rito que conduce hacia un objetivo concreto. Este objetivo queda inmediatamente determinado: hacia el “nombre”, es decir, hacia la persona misma de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo. La formulación se podría parafrasear de diversas maneras: bautismo que hace entrar en el ámbito de Dios, que sitúa bajo la protección de Dios, que vincula con Dios, que hace pertenecer a Dios, etc. El sentido es siempre el mismo: el bautismo tiene como efecto una vinculación singular entre el bautizado y el Dios revelado en Jesucristo, un Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Si se tiene presente la forma original de este rito, que consistía en una inmersión total dentro del agua, se podría hablar de una “inmersión” total en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. El bautismo purifica y vincula: quita todo lo que separa de Dios y da inicio a una comunión íntima de vida con él.

   Los once deben hacer nuevos discípulos no sólo con la administración del bautismo, sino también con una actividad de enseñanza, cuyo contenido queda meticulosamente precisado: “enseñando a guardar todo lo que yo os he mandado”. Hasta este momento los discípulos habían recibido del Maestro la misión de “predicar”, pero no de “enseñar”. Ésta había sido una actividad exclusiva de Jesús, extendiéndose a lo largo de todo su ministerio público (cf. 4,23 y 26,55). Ahora les transmite a ellos su propia misión, pero sin que esto implique sustitución. Aun en calidad de maestros para todos los pueblos, ellos no dejarán nunca de ser “discípulos” del único Maestro (cf. 23,8.10). Esto viene confirmado por la precisión sobre el contenido de la enseñanza que han de transmitir: la observancia de lo mandado por Jesús. Lo que Jesús ha mandado a los discípulos queda recogido por el evangelista de manera especial en los cinco grandes discursos que vertebran toda su obra. La enseñanza impartida a lo largo de su ministerio terreno no es, pues, una enseñanza superada o pasada de moda. Su contenido tiene plena vigencia y es preciso conocerlo. Más aún, es preciso ponerlo por obra, guardarlo y vivirlo. A esto han de entregar su vida los discípulos, siendo ellos lógicamente los primeros en guardar aquello que deben enseñar a guardar. La palabra predicada ha de ir sostenida y acompañada por la vida. La confesión puramente verbal de Jesús como Señor celestial no es suficiente ni para el cristiano predicador ni para el oyente.

c) Revelación y promesa de una presencia permanente (v.20b)

   La última palabra de Jesús es una promesa que vale como garantía de su presencia protectora para siempre. En ningún momento serán abandonados los discípulos de quien tiene todo poder en el cielo y en la tierra. En esta promesa resuena el eco de numerosos textos bíblicos en los que Dios asegura su presencia activa y salvadora bien a su pueblo o bien a determinadas personas en conexión con la misión singular que él les encomienda: Moisés (Ex 3,10-12), Josué (Jos 1,2-6), Jeremías (Jr 1,5-7), etc. Es siempre Dios el que confiere una misión y siempre es su presencia poderosa la que infunde coraje y valor, ayudando a superar todos los obstáculos. En lugar de Dios, aquí habla el Resucitado, pero lo hace de la misma manera. Constituido Señor universal mediante su resurrección, lleva a cumplimiento la promesa salvífica de Dios, concentrada en el nombre del descendiente davídico: el Emmanuel, el Dios-con nosotros (cf. 1,22-23).

El “estar con”, formulado en presente de indicativo, se encuentra enmarcado entre un solemne “yo” y una expresión que remite al final de la historia. No son muchas las veces que Jesús se presenta en el evangelio de Mateo con el pronombre personal (9). El uso relativamente raro confiere a este pronombre una relevancia especial, sobre todo cuando, como es nuestro caso, va seguido del verbo “ser” (evocando el significado del nombre divino por excelencia) y de la locución preposicional “con vosotros” (que hace recordar el nombre mesiánico de Emmanuel = “Dios con nosotros”). Aquel que dispone de pleno poder sobre el cielo y sobre la tierra asegura a los suyos su presencia protectora todos los días, es decir, sin interrupción, “hasta el final del mundo”. Con esta precisión conclusiva queda garantizada la presencia protectora del Resucitado a lo largo de toda la historia, por muy oculta que resulte. Pero con tal precisión no se pretende marcar un final a dicha presencia. Tras “la consumación de este mundo”, momento en que tendrá lugar la parusía, la presencia del Resucitado, lejos de llegar a su fin, dejará de ser velada y escondida para convertirse en una presencia gloriosa y patente.

2. Lucas 24,45-49: “Vosotros sois testigos de estas cosas”

   Al encuentro del Resucitado con todo el grupo de discípulos (no sólo los Once) consagra Lucas el tercer panel de su majestuoso “tríptico pascual”, haciendo de él el punto culminante de una manifestación cada vez más “tangible” por parte del Resucitado. En el primer panel se manifiesta sólo a través de signos (tumba vacía, lienzos) y mensajeros divinos (Lc 24,1-12). En el segundo lo hace bajo la forma de un caminante desconocido, que desaparece precisamente cuando llega a ser reconocido (24,13-35). En el tercero se manifiesta ya abiertamente con gestos y palabras que corroboran su corporeidad, que esclarecen su destino y que señalan además la misión que los discípulos han de desempeñar (24,36-53) (10). Es la misión de “ser testigos” de cuanto han visto y oído. Para llevar a cabo convenientemente esta misión, el Resucitado comienza por abrir su entendimiento y, después de instruirlos de manera pormenorizada sobre lo que las Escrituras dicen acerca de él, les promete la fuerza de lo alto.

a) Apertura del entendimiento (v.45)

   La expresión “abrir el entendimiento”, que no vuelve a aparecer en la doble obra lucana, hace recordar la expresión paralela de “abrir el corazón”, que es lo que el Resucitado realiza en el interior de Lidia para que acepte las palabras de Pablo en Filipos (Hch 16,14), y hace recordar igualmente la “apertura de los ojos” que se produce en los discípulos de Emaús cuando el Resucitado toma el pan en sus manos, lo bendice, lo parte y se lo da (Lc 24,31). En el caso de los discípulos de Emaús, es esta apertura de los ojos la que les lleva al reconocimiento del Resucitado, haciendo que la explicación de las Escrituras no se quede en un simple “arder el corazón”. Para los discípulos reunidos es también la apertura de su mente por parte del Resucitado la que les permite comprender lo que las Escrituras dicen sobre él y la que, a través de esa comprensión, les capacita para reconocerlo en su verdadera condición de resucitado. En palabras de E. Manicardi, “la Escritura por sí sola no conseguiría más que caldear el corazón (situación de los discípulos de Emaús); para abrirlo del todo (situación de los discípulos reunidos), se hace preciso un don que sólo el Resucitado puede otorgar. La Escritura conduce al Resucitado, pero sólo si el Resucitado abre la mente para comprender la Escritura” (11).

b) Instrucción (vv.46 -47)

   Capacitados ya para una comprensión de las Escrituras que conduce al Resucitado, los discípulos escuchan del mismo Resucitado lo que las Escrituras dicen sobre él: “Que el Mesías tenía que morir y resucitar al tercer día y que en su nombre se anunciaría a todos los pueblos la conversión para el perdón de los pecados, comenzando por Jerusalén” (Lc 24,46-47) (12). Ya durante su ministerio terreno había hablado Jesús a sus discípulos de su muerte y resurrección como acontecimientos predichos en las Escrituras y pertenecientes por tanto al designio divino de salvación (cf. Lc 9,22; 17,25; 18,31-33). Esto es también lo que escuchan las mujeres ante la tumba vacía y los discípulos de Emaús por el camino (Lc 24,7.26) (13). Pero nunca hasta ahora se había hablado del anuncio universal de conversión, junto a la muerte y resurrección del Mesías, como elemento constitutivo de ese designio divino. El alcance de esta conexión es percibido con exactitud por J. Dupont: “Respecto al Mesías, las profecías anunciaban tres cosas: su pasión, su resurrección, su misión de anunciar la salvación a todos los pueblos. Estos tres puntos se convierten en otros tantos signos que permiten reconocer que Jesús es efectivamente el Mesías prometido. La Pasión y la Resurrección no bastan sin la evangelización de los pueblos paganos. Sin este tercer signo, la misión asignada al Mesías quedaría incompleta, y sería discutible el cumplimiento de los oráculos mesiánicos en Jesús. Para que Jesús pueda ser reconocido como Mesías, es indispensable que aparezca como ‘el Señor de todos’ (Hch 10,36), como ‘la luz de los pueblos’ (Lc 2,32; Hch 13,47; 26,23)” (14).

   Los destinatarios, la modalidad y el contenido de este anuncio vienen señalados con detalle. Los destinatarios son todos los pueblos sin excepción, comenzando por Jerusalén (cf. Hch 1,8). La ciudad que ha visto llegar a su Mesías con lamentos y duras palabras en sus labios, la ciudad donde el Mesías ha llevado a término su pasión, muerte y resurrección en correspondencia con las profecías bíblicas, ésa será también la ciudad donde comience a resonar el anuncio de salvación destinado a todos los pueblos.

   La modalidad del anuncio queda precisada con la expresión “en su nombre”. No será el Resucitado quien lo lleve a cabo directamente, pero sí habrá de hacerse en su nombre. Esto implica, entre otras cosas, que quien lo haga ha de apoyarse en la autoridad del Resucitado, no en la suya propia o en la de otro, y que la atención de los oyentes ha de quedar centrada en la persona del Resucitado, no en la del que habla o en la de otro.

   El contenido del anuncio es concretamente “la conversión para el perdón de los pecados”. El perdón que Jesús había pedido desde la cruz al Padre para sus propios verdugos (cf. Lc 23,24) ha de ser en adelante ofrecido a todos. Todos podrán alcanzar la reconciliación y amistad con Dios; todos podrán intensificar su unión con él gracias al anuncio de conversión y por medio de la conversión, que es un cambio radical de mentalidad y de comportamiento. Convertirse significa ante todo dejar que Dios ocupe el puesto que le corresponde en la vida de cada uno, comenzar a ver esa vida con los ojos de Dios, abandonar toda autosuficiencia, reconocer que el ser humano necesita de Dios para responder fielmente a su voluntad. En otras palabras, la conversión es la humildad de entregarse al amor de Dios, que se transforma en medida y criterio de la existencia humana.

c) Testigos con la fuerza del Espíritu (vv.48-49)

   Como epílogo a la instrucción impartida, el Resucitado establece a sus discípulos en “testigos de estas cosas” y, para que puedan desempeñar adecuadamente su misión testimonial, les asegura el envío de “la promesa” de su Padre.

   En cuanto testigos, los discípulos quedan comprometidos a dar fe con la palabra y con la vida de lo que han visto y oído. Testigo es aquel pone la vida en lo que dice. Por primera vez se designa así a los discípulos de Jesús en la obra de Lucas, siendo la segunda parte de esta obra – el libro de los Hechos de los Apóstoles – la que permitirá entrever todo el alcance del título (cf. Hch 1,8.22; 2,32; 3,15; 5,32; 10,39.41; 13,31). El autor le confiere un significado especial dentro de todo el Nuevo Testamento. A la capacidad para valorar los hechos y el sentido de los mismos con autenticidad se une siempre el elemento del compromiso personal (15).

   Bajo el genérico “estas cosas”, el contexto obliga a pensar no sólo en todo lo predicho en la Escritura sobre el Mesías (muerte, resurrección y anuncio universal de la conversión), sino también en su propia experiencia pascual, experiencia que les ha permitido sentir entre ellos al Resucitado no como un fantasma, sino como alguien que sigue conservando su consistencia real y su corporeidad personal. La fuerza para desempeñar esta misión de testigos les vendrá del don del Espíritu, que, siendo “la promesa” del Padre, el mismo Resucitado se encargará de enviar (16).

   Hablando así se respeta la enseñanza del Antiguo Testamento, que presenta al Espíritu como don de YHWH (Jl 3,1-2; cf. Hch 2,17), pero al mismo tiempo se subraya la novedad de la experiencia cristiana: El Mesías resucitado, que puede hablar de Dios como “mi Padre”, es el dispensador del Espíritu. Padre, Hijo y Espíritu, en su unidad y diversidad, están en el inicio de una misión con la que el Mesías lleva a cumplimiento perfecto su propia misión.

   La consigna final de permanecer en Jerusalén hasta que llegue el momento de emprender la misión confiada está en correspondencia con el designio de Dios sobre el lugar desde el que ha de partir el anuncio universal de conversión (Lc 24,47) y prepara a la vez el acontecimiento de Pentecostés (Hch 2,1-41), acontecimiento con el que se abre al mundo el misterio pascual. Pero esta consigna subraya igualmente que, para ser verdaderos testigos del Resucitado, no basta el reencuentro con él y el reconocimiento pleno de su identidad; se hace necesaria también la recepción del Espíritu. Sólo entonces estarán los discípulos en una situación similar a la de Jesús, que, concebido por obra del Espíritu, inicia y lleva a cabo su ministerio bajo el impulso constante del Espíritu.

3. Juan 20,21-23: “Como el Padre me ha enviado, así os envío yo”

   Al encuentro del Resucitado con sus discípulos dedica el evangelista san Juan los dos últimos capítulos de su obra (Jn 20-21). Es un encuentro que se repite hasta conseguir llevarlos a la verdadera fe. Se despliega en tres escenarios diversos: junto a la tumba (20,1-18), en la casa donde los discípulos se encontraban reunidos (20,19-29) y junto al lago de Tiberiades (21,1-23). La casa o lugar de reunión será por dos veces escenario de ese encuentro (20,19-23; 24-29). La primera vez, al atardecer del mismo día de Pascua y en ausencia de Tomás, el Resucitado se hace presente de improviso, saluda, se identifica y, una vez reconocido por unos discípulos que pasan del miedo paralizador a la más profunda alegría, les confía una misión con un gesto entre palabras llenas de autoridad (17).

a) Enviados como el Hijo (v.21)

   Reconocimiento y gozo crean el ambiente propicio para la misión. Tras repetir su saludo de paz (18), el Resucitado envía a sus discípulos y esclarece el envío desde su propia misión: “Como el Padre me ha enviado a mí, así también os envío yo a vosotros”. La fórmula comparativas (“como… así”) expresa mucho más que una simple similitud o analogía; expresa sobre todo una conexión indisoluble entre la misión del Hijo y la misión de los discípulos, conexión que queda recalcada en el tiempo del verbo utilizado para aludir a la misión del Hijo: “me ha enviado” (apéstalken). El perfecto verbal señala que el envío del Hijo no es un acontecimiento relegado al pasado, sino que conserva un valor permanente. El Hijo es continuamente enviado y será – incluso ahora que ha resucitado – el Enviado. No basta decir, por tanto, que el envío de los discípulos es la “prolongación”, en el tiempo y el espacio, del envío del Hijo. Más que de una prolongación se trata de la “transparencia visible” del único envío y del único enviado: el Hijo. No hay dos misiones, sino sólo una. Este dato filológico permite entrever toda la profundidad de la comparación y la verdadera naturaleza de la misión. El envío del Hijo por parte del Padre no es una simple orden; brota de una relación de comunión y de amor. La fuente de esta misión es la comunión trinitaria: tres personas que se aman y se dan recíprocamente, y que no sólo gozan del don recíproco, sino que se hacen don. El hacerse don es precisamente la misión. Del mismo modo, la misión de los discípulos no puede brotar más que de una fuerte comunión con el Dios uno y trino. La segunda parte de la sentencia recoge lo que en otro lugar del evangelio ya había indicado Jesús a sus discípulos: “No me elegisteis vosotros a mí; fui yo el que os elegí a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto abundante y duradero” (Jn 15,16). La conclusión se impone por sí sola: la misión de los discípulos deriva de una elección consciente y de un encargo personal de Jesús. El discípulo no puede configurar y modelar a capricho su misión. La suya es una misión delegada. Para conocer el modo, el tiempo y el lugar en que ha de llevarla a cabo, tendrá que tender su mirada una y otra vez al modelo (19).

b) Enviados con el soplo del Espíritu (v.22)

   Enviados como el Hijo, los discípulos son capacitados para su misión recibiendo del Resucitado la fuerza creadora del Espíritu. Es la idea que subyace al “soplo” del Resucitado (enephysèsen), gesto que recuerda el utilizado por Dios a la hora de crear al hombre (cf. Gn 2,7) (20). El gesto de Jesús es signo, por tanto, de una nueva creación. Comienza un mundo nuevo para los discípulos. Renacen a una vida nueva, donde no habrá ya cabida para el miedo. Aquel que “tiene la vida en sí mismo” (cf. Jn 5,21.26), se la transmite a los suyos, convirtiéndoles en nuevas criaturas. Al igual que en el Pentecostés lucano (Hch 2,1-11), también aquí el Espíritu recrea la comunidad de los discípulos y los capacita para la misión. Pero, con más precisión que Lucas, el cuarto evangelista subraya que la fuerza del Espíritu es el don del Resucitado y, situando este don en el mismo día de Pascua, evita el riesgo de separar el tiempo del Espíritu y el tiempo de Cristo.

   En la palabra que esclarece el gesto (“Recibid el Espíritu Santo”), se recurre a la designación bíblica tradicional (no al término joánico de “Paráclito”), pero esta designación queda cargada de todo lo que Jesús había revelado a propósito de la acción propia del Espíritu: da acceso al reino de Dios (Jn 3,5-6), posibilita la auténtica adoración al Padre (4,23), otorga la verdadera vida (6,63) y apaga la sed profunda del ser humano (7,37-39); en relación directa con la obra de Cristo, él “enseñará” y “hará recordar” todo lo dicho por él (14,26) – para que el creyente pueda asimilarlo y hacerlo vida propia – él “guiará” además hasta la verdad plena (16,13) – en el sentido de que hará comprender todas las riquezas de la vida, del ser y del obrar de Jesús – y, finalmente, él “desvelará” incluso el porvenir (16,13), es decir, descubrirá al creyente el verdadero sentido de la historia, permitiéndole contemplar cada acontecimiento con ojos nuevos gracias a la luz viva de esa revelación que ha llegado a su punto culminante en la persona y la obra de Cristo.

c) Enviados para perdonar los pecados

   La donación del Espíritu queda en nuestro relato directamente conexionada con el perdón de los pecados. Está en función del perdón que los discípulos han de impartir, siendo éste concretamente el objeto de su misión (v.23). Son enviados con la fuerza del Espíritu para otorgar el perdón de los pecados. Aunque nunca se había hablado de manera similar en el cuarto evangelio (cf. sin embargo Mt 16,19 y 18,18), la afirmación apenas puede sorprender. La misión de los discípulos es idéntica a la del Hijo, y éste ha podido ser presentado por Juan Bautista como el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo (Jn 1,29; cf. 1 Jn 1,7). Es lógico que también a los discípulos les corresponda quitar el pecado del mundo ejerciendo el ministerio del perdón y haciendo patente de este modo la situación totalmente nueva que se ha originado con la resurrección de Cristo. La formulación positiva y negativa (perdonar – retener) responde al estilo semítico que gusta expresar la totalidad mediante una paradoja de contrarios. Hablando así se quiere significar, pues, que el Resucitado confiere a la suyos la totalidad de su poder misericordioso, un poder que lógicamente no se impone sobre la libertad humana y ha de contar por tanto con la posibilidad de no ser acogido. El empleo de la voz pasiva para indicar el efecto obtenido implica que el autor del perdón es siempre Dios. “¿Quién puede perdonar los pecados sino sólo Dios? ” (Mc 2,7). Finalmente, el uso del perfecto en los verbos que expresan ese efecto (aphéôntai/kekrátèntai) subraya su carácter permanente y definitivo. Pero, dado que el acento del texto recae en el poder de perdonar, no en el retener, nadie podrá recurrir a él para hablar de condenas inapelables. El “retener” no es sino una renovada llamada a la conversión.

4. Marcos 16,15-18: “Proclamad la Buena Nueva a toda la creación”

   El evangelio de Marcos acababa con toda probabilidad en 16,8, subrayando el silencio de las mujeres que habían descubierto el sepulcro vacío y que habían recibido el encargo de transmitir a los discípulos la Buena Nueva de la resurrección del Crucificado: “Saliendo, marcharon del sepulcro a toda prisa, llenas de temor y confusión, y no dijeron nada a nadie por el miedo que tenían”. Este final abrupto encierra una extraordinaria riqueza teológica. El mensaje de la resurrección resonará sin cesar no a través de las palabras de unas mujeres, sino a través de una palabra mucho más autorizada: la del mensajero celeste (21). Es fácil comprender, sin embargo, que aquel silencio sepulcral, motivado por el miedo, dejara insatisfechos a muchos lectores u oyentes del evangelio. A mediados del siglo II se colmaría esa insatisfacción añadiendo una especie de “resumen” de las apariciones narradas en los otros evangelios, que bien pudo haber sido utilizado durante algunas décadas en la catequesis de la comunidad (16,9-20) (22). La alternancia del estilo narrativo y discursivo permite articular el conjunto en tres unidades literarias diversas: la unidad central recoge el discurso de misión por parte del Resucitado (v.15-18), discurso que queda flanqueado por una recapitulación de tres apariciones (vv.9-14) y por el relato de la ascensión (vv.19-20). Ésta marca el inicio de una misión en la que el Resucitado colabora con los discípulos y confirma con señales la palabra que éstos proclaman.

   El discurso del Resucitado va dirigido expresamente a los once discípulos, que en todo momento se han resistido a creer. Su incredulidad y dureza de corazón son motivo de reprobación, pero no de rechazo. El Resucitado sigue contando con ellos. A ellos les encomienda la misión de proclamar la Buena Nueva a toda la creación, haciéndoles saber las consecuencias de la acogida o no acogida de esa proclamación y los signos que acompañarán a los que la acojan con fe.

a) Orden explícita de envío (v.15)

   Más que en ningún otro texto, se subraya aquí la universalidad de una misión que tiene por objeto la proclamación del Evangelio. Toda la creación es destinataria de esa Buena Noticia y, para que esa Buena Noticia llegue a toda la creación, se ha de ir al mundo entero, sabiendo romper con los lazos familiares, regionales o nacionales: “Yendo…, proclamad”. No es de descartar que la asociación de “todo el mundo” y “toda la creación” responda al deseo de presentar al Resucitado como Señor de la creación entera (cf. Mt 28,18). Pero la idea básica que estas expresiones encierran salta a la vista: el Evangelio está destinado a todos los hombres del mundo habitado. A todos se les ha de “proclamar”, es decir, a todos se les ha anunciar abiertamente, sin complejos ni miedos, con notoriedad y fuerza, a fin de que puedan responder a él con la conversión y la fe (cf. Mc 1,15).

   El laconismo de la frase deja sin especificar el contenido concreto de esa Buena Noticia que a todos y en todas partes se ha de proclamar. Desde el contexto global del evangelio se podría precisar como la Buena Noticia sobre Jesús, Cristo, Hijo de Dios (1,1). Ésta es la Buena Nueva por antonomasia, la que puede suscitar en el interior del hombre el gozo más profundo y duradero. En Jesús de Nazaret, muerto y resucitado, se ha acercado a nosotros el Cristo, el Hijo de Dios. Como Cristo, él es el “rey de Israel” (15,32), es decir, el enviado por Dios en función de rey definitivo para otorgar la salvación, la vida en plenitud, a su pueblo y a toda la humanidad (cf. 8,29; 12,35; 14,61-62). Como Hijo de Dios, mantiene con Dios una relación única de filiación, una relación que le distingue sustancialmente de los demás hombres. Tal relación es también el fundamento de su misión única en el mundo y en la historia. No es el Hijo de Dios por ser el Cristo, sino que es el Cristo por ser por ser el Hijo de Dios.

b) Consecuencias de la aceptación o rechazo del Evangelio proclamado (v.16)

   La proclamación del Evangelio es oferta que se puede aceptar o rechazar. El Evangelio no se impone; se propone. Pide la respuesta libre del oyente. Si cree en él y ratifica su fe con la recepción del bautismo, puede contar ya con la salvación escatológica como don gratuito de un Dios que es fiel a sus promesas. Si se niega a aceptarlo, Dios no le podrá hacer partícipe de su propia vida; no lo podrá salvar. La incredulidad del hombre le incapacita para acoger ese don que Dios ofrece a todos sin excepción.

c) Signos que acompañarán a los creyentes (vv.17-18)

   El discurso del Resucitado termina enumerando los signos que acompañarán no a los misioneros, como cabría esperar (cf. v. 20), sino a los que acepten el Evangelio proclamado por ellos. Las fuerzas del mal dejan de ser amenazadoras. Expulsarán demonios, es decir, conseguirán liberarse de todos los poderes alienantes y volverán a ser dueños de sí mismos. Hablarán lenguas nuevas, es decir, podrán entablar fácilmente con los demás relaciones de amistad en un clima de de diálogo y comprensión. Serán capaces de superar todo lo que sea un peligro serio para la vida humana – reptiles venenosos, sustancias nocivas o enfermedades – es decir, podrán sentirse seguros en lo más profundo de su ser, podrán saborear la verdadera paz. En estos signos se hace patente que la fe es ya de utilidad en el presente, pero como signos remiten al más allá, a la vida eterna junto a Dios, a la salvación definitiva del pecado y de la muerte.

Conclusión

   Los nuevos desafíos de nuestro mundo – la increencia y la indiferencia religiosa, la secularización de los creyentes y la nueva religiosidad del Yo – son para la Iglesia y para cada uno de los cristianos nuevas llamadas a proseguir su misión con entusiasmo siempre renovado. Sin cerrar los ojos a los “signos de los tiempos”, la mirada a los orígenes, la constante referencia al mandato misionero del Resucitado, nos permitirá caminar con firmeza y sin vacilaciones entre las esperanzas y angustias que envuelven al hombre de hoy. Este mandato misionero del Resucitado nos los ofrecen los cuatro evangelistas con sus propias peculiaridades linguísticas y teológicas, permitiendo afrontar de manera plural y creativa los nuevos problemas que van apareciendo en cada época de la historia. No es difícil advertir, sin embargo, que el testimonio de los evangelistas se caracteriza sobre todo por la armoniosa homogeneidad y complementariedad en lo esencial. La misión de la Iglesia será siempre la de transparentar y hacer visible la única misión del Hijo de Dios, que brota de una relación de comunión y de amor con el Padre en el Espíritu Santo. La Iglesia ha de dar testimonio de esta comunión de vida y de amor proclamando la Buena Nueva de Jesús, Cristo e Hijo de Dios, a toda criatura y haciendo discípulos a todos los pueblos. Para ello ha de amar según Dios, lo cual exige vivir de Él y en Él. Es lo que Benedicto XVI subraya en su mensaje para la próxima Jornada Misionera Mundial (22 de octubre de 2006), bajo el lema La caridad, alma de la misión: “Es Dios la primera ‘casa’ del hombre y sólo quien habita en Él arde con un fuego de caridad divina capaz de ‘incendiar’ al mundo. ¿No es ésta la misión de la Iglesia en todos los tiempos? Entonces no es difícil comprender que la auténtica solicitud misionera, compromiso primario de la comunidad eclesial, está unida a la fidelidad al amor divino, y esto vale para cada cristiano, para cada comunidad local, para las Iglesias particulares y para todo el Pueblo de Dios. Precisamente, de la conciencia de esta misión común recobra fuerzas la generosa disponibilidad de los discípulos de Cristo para realizar obras de promoción humana y espiritual que testimonian - como escribía el querido Juan Pablo II en la Encíclica Redemptoris missio- ‘el alma de toda la actividad misionera’ […]. Ser misioneros significa amar a Dios con todo nuestro ser, hasta dar, si es necesario, incluso la vida por él […]. Ser misioneros es atender, como el buen Samaritano, las necesidades de todos, especialmente de los más pobres y necesitados, porque quien ama con el corazón de Cristo no busca el propio interés, sino únicamente la gloria del Padre y el bien del prójimo. Éste es el secreto de la fecundidad apostólica de la acción misionera, que supera las fronteras y las culturas, llega a los pueblos y se difunde hasta los confines extremos del mundo” (23).

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1. M. Deneken, “La mission comme nouvelle évangélisation”, Revue de Sciences Religieuses 80 (2006) 217-231; cita en pág. 219. Aunque esta transformación se ha hecho perceptible en las últimas décadas, se dejaba entrever ya en el difundido libro de H. Godin – Y. Daniel, La France, pays de mission?, Paris 1943.

2. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, 10; Cf. Ioannes Paulus II, Litt. Enc. Redemptoris Missio (7 de diciembre de 1990), n. 31; AAS 83 (1991) 276; Benedictus XVI, “La caridad, alma de la misión”. Mensaje para la Jornada Misionera Mundial (29 de abril de 2006).

3. Consejo Pontificio de la Cultura, ¿Dónde está tu Dios? La fe cristiana ante la increencia religiosa (www.vatican.va/roman_curia/pontifical_councils/cultr/documents).

4. Consejo Pontificio de la Cultura, ¿Dónde está tu Dios?, n.1.

5. Cf. F. Pérez Herrero, “Biblia”, en E. Bueno – R. Calvo (eds.), Diccionario de Misionología y Animación misionera, Burgos 2003, 125- 140.

6. F.-X. Durrwell, Cristo, nuestra Pascua, Madrid 2003, 12.

7. La bibliografía sobre estos versículos es inabarcable. De especial utilidad me parecen las páginas reservadas al episodio en M. Cairoli, La ‘poca fede’ nel vangelo di Matteo. Un Studio esegetico-teologico, Analecta Biblica 156, Roma 2005, 223-252.

8. A lo largo del evangelio aparecen con frecuencia personas que “se acercan a Jesús”. Sólo en dos ocasiones es Jesús el que “se acerca” a los discípulos: después de su transfiguración (17,6-7) y ahora, después de su resurrección (28,18). Por el contexto puede deducirse que las connotaciones de este acercamiento son similares.

9. Son en concreto 22 veces: 5,22.28.32.34.39.44; 8,7; 10,16.32-33; 11,28; 12,27-28; 14,27; 16,18; 20,22; 21,24bis.27; 23,34; 26,39; 28,20.

10. El Resucitado es el verdadero protagonista de este tercer panel. De él procede la casi totalidad de las acciones y palabras: saluda, pregunta, reprocha, ordena, muestra sus manos y sus pies e incluso pide algo de comer y come ante los discípulos. Éstos, salvo el gesto de ofrecer al Resucitado un trozo de pescado asado, se limitan a escuchar en silencio. Entre los numerosos estudios sobre estos versículos cabe destacar el de E. Manicardi, “La terza apparizione del Risorto nel Vangelo secondo Luca”, Rivista di Teologia dell’ Evangelizzazione 1 (1997) 5-27.

11. E. Manicardi, “La terza apparizione”, 19.

12. No faltan los autores que prefieren leer la última frase de participio (“comenzando por Jerusalén”) como inicio de lo que sigue: Cf. R. Meynet, “`Commençant à partir de Jérusalem, vous êtes les témoins de cela´. L’annonce du kérygme aux nations en Lc 24,33b-53”, Studia Missionalia 51 (2002) 1-22. Los argumentos ofrecidos no carecen de valor. Pero no es una cuestión que incida de manera decisiva en la enseñanza del texto.

13. Es inútil buscar en el Antiguo Testamento textos concretos que anuncien en estos términos el destino del Mesías. Se desprende sólo una lectura global, orientada precisamente por los acontecimientos de su muerte y resurrección.

14. J. Dupont, “La portée christologique de l’évangélisation des nations”, en Id., Nouvelles Études sur les Actes des Apôtres, Lectio Divina 118, París 1984, 37-57; cita en pág. 57.

15. Cf. J. Beutler, “Mártys”, en H. Balz – G. Schneider (eds.), Diccionario exegético del Nuevo Testamento, II, Salamanca 1998,183.

16. Es la única vez que en los Evangelios se designa al Espíritu como “promesa”, pero la designación no es desconocida ni para Lucas ni para Pablo: Cf. Hch 1,4; 2,33; Gál 3,14; Ef 1,13, etc.

17. Entre los abundantes estudios consagrados a Jn 20 sobresale el de F. Blanquart, Le premier jour. Étude sur Jean 20, Lectio Divina 146, Paris 1991.

18. La repetición del saludo (“Paz a vosotros”) permite comprender que aquello es algo más que un simple saludo de cortesía. Precediendo a la misión, deja presentir que se trata del don efectivo de la paz, del don pascual por excelencia, del don que acompañará a los discípulos en su tarea apostólica y que atestiguará ante el mundo cuál es la verdadera paz.

19. El lector del evangelio queda invitado así a releer los numerosos pasajes en que previamente se ha descrito la misión que Jesús ha recibido del Padre: cf. 3,17.34; 5,36.38; 6,57; etc. La misión del Hijo es presentada con la ayuda de verbos como “salvar”, “anunciar la palabra de Dios”, “dar el Espíritu sin medida”, “dar la vida”, “cumplir las obras del Padre”. En todos estos verbos subyace un común denominador: obediencia al Padre. “Jesús no ha venido a decir palabras suyas ni a cumplir obras propias. Él es por excelencia el Obediente. En todo lo que dice y hace no quiere ser otra cosa que la transparencia perfecta del Padre. Obviamente, así debe ser la misión de la Iglesia” (B. MAGGIONI, I racconti evangelici della risurrezione, Assisi 2001, 115).

20. La alusión es tanto más evidente cuanto que en ambos casos se utiliza un verbo apenas conocido.

21. Para esta y otras connotaciones de ese “final abierto” remito a mi obra Pasión y Pascua de Jesús según san Marcos, Publ. Facultad de Teología 67, Burgos 2001, 364-367.

22. Dos obras sobresalen entre los estudios consagrados a estos versículos: J. Hug, La finale de l’ évangile de Marc (Mc 16,9-20), Paris 1978; J.A. Kelhoffer, Miracle and Mission. The Authentification of Missionaries and their Message in the Longer Ending of Mark, Tübingen 2000.

23. Benedictus XVI, “La caridad, alma de la misión”, n.3.

Francisco Pérez Herrero
Facultad de Teología – Burgos
La misión desde el mandato misionero del resucitado

www.sedos.org






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