La primera pista se la dieron las mujeres que iban al bosque Nyambene a un lugar considerado sagrado, una pared que 'sudaba' agua; aunque ésta se filtraba enseguida en la tierra, ellas «la cogían gota a gota».
Suministro asegurado
Argese no cedía en su empeño y a principios de los años 70 encontró una cascada que reunía el agua de varios manantiales. Se llamaba Ura, y daría nombre a un primer embalse de 6.000 metros cúbicos y a una segunda presa que multiplicó por diez esos recursos, 60.000 metros cúbicos. La tercera, en marcha, llegará a los 500.000 metros cúbicos.
El proyecto se esforzó desde el principio por acercar a la población el agua, con 22 kilómetros iniciales de tuberías que la llevaban hasta la misión, adonde los lugareños acudían a recogerla. Pero el misionero estaba empeñado en garantizar el suministro para las épocas sin lluvia y siguió buscando nuevas fuentes hídricas, levantando diques, construyendo depósitos y ampliando la red de tuberías para no dejar escapar ni una gota.
El propio Argese habla del «pequeño milagro de cada día» en el bosque ecuatorial de Nyambene, donde la niebla y el cambio de temperatura provocan una condensación del agua y su posterior exudación. Es el «sudor» de la montaña, que deja filtrarse entre 2,5 y 30 litros por segundo -según el tiempo sea seco o lluvioso- por sus paredes interiores, en las que el misionero ha ido cavando túneles para recuperar hasta la última gota.
Argese habla poco, pero tiene las ideas claras: «Lo hacemos todo a golpe de carretilla porque así hay trabajo para mucha gente y se evitan daños medioambientales. Usamos el dinero para pagar a la gente, no las máquinas». Él sigue dando vueltas a una ilusión, que todo el proyecto pueda ser el germen de un parque natural y alimentar el «sueño del agroturismo».
Pero ya hay otros sueños cumplidos. Como el de Agnes, joven madre de tres hijas, que gracias a sus tres años en las obras puede «mantener a la familia y dar estudios a las niñas».