10 Tema - Consolación, ministerio de encuentro y escucha

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Tiempos apresurados estos que nos ha tocado vivir... • El eficientismo que fagocita a la persona • La gratuidad que adorna la vida en un mundo excesivamente centrado en el dinero y la utilidad personal • La persona que únicamente cuenta en términos productivos... • ¿Cómo evangelizar en este contexto?

Evangelizar no a las masas, sino a las personas. Evangelizar a “esta persona”. Es ficticio y alienante “el amor a la gente” si no lo anima el amor a “esta criatura” que tengo ante mí. El encuentro y la escucha son auténticos sacramentos de iniciación. La consolación: espacio de acogida, como un santuario silencioso y elocuente. La escucha: una terapia de curación del espíritu y... de los cuerpos.

Son éstos algunos flashes que no obedecen a un orden muy lógico, que son lanzados como estímulos para la reflexión sobre un tema que nos atañe: la consolación. Porque somos, como Bernabé, los hijos de la Consolación gracias al carisma que nos identifica con la Consolata-consoladora. Permitidme que exponga alguno de tales flashes. Comienzo con esta última afirmación y quiero referirme a una experiencia personal.


La escucha, una terapia de curación

Desde cuando el hombre camina sobre la Tierra, le ha acompañado, además del afán de procurarse lo necesario para vivir, la constante preocupación de estar bien, de curarse, de alejar las enfermedades. La enfermedad, ese misterio humano que tantas veces se presenta como nudo inextricable que atenta contra el bienestar de todo el hombre: cuerpo, psique, sentimientos... Es aquí donde se sitúa, como bálsamo curador, el ministerio de la escucha, es decir, una presencia de paz que mantenga controlada la angustia.
Me encontraba en Buenos Aires, en la Casa regional. ¡Cuántos años han pasado ya!... Me llamaron durante la comida diciéndome que “una persona quería hablarme”. Acomodé a aquella señora, una ex presidenta... Yo me quedé de pie porque entendía que se trataba de un asunto que me concernía a mí. Aquella mujer, sin duda mal informada, me había confundido con el P. Matteo Pozzo, quien, como todos saben, tenía el don de imponer las manos e infundir el alivio a los cuerpos y el consuelo a las almas.
Necesité una buena dosis de paciencia para no exasperarme y para convencer a aquella buena mujer de que “yo no era el padre Mateo”. Sus repetidas y casi metálicas insistencias: “Sí, usted es el padre Mateo y no quiere curarme”, terminaron por provocarme un profundo silencio de reflexión. Meditaba sobre qué podía decidir en aquella situación, si dejar plantada a la señora, señalarle la puerta por donde había entrado o hacer un poco de teatro y engañarla con algún gesto piadosamente curativo.
Y de mi silencio, casi silabeándolas, salieron estas palabras: “Señora, yo no sé qué más puedo decirle; cuento solamente con mi palabra, pero si usted no cree en mi palabra, únicamente puedo decirle que no tengo otro argumento para convencerla”.
Como si volviera de un largo viaje de alucinaciones, la señora pareció creerme y, también silabeando, me dijo: “Si no puede curarme, ¿no podrá al menos escucharme?”. “¡Por supuesto que sí!”, le respondí conmovido. Y me senté. No añado otros detalles porque no los recuerdo. Sí recuerdo la conclusión: me pareció que aquella mujer se sentía ahora invadida por una gran sensación de paz en su alma. Y en su cuerpo.

Tiempos apresurados estos que nos ha tocado vivir

“Siglo breve”. Así ha sido definido el pasado siglo XX. Tiempos breves podríamos definir los dedicados a escuchar. Cierta desertización de las relaciones profundas acompaña al proceso de la postmodernidad, de los fenómenos de la mundialización y de todo lo que es fragmentario, venta de look y reventa de los valores profundos. Los débiles y los últimos se convierten en sus víctimas. Se les recuerda, pero en unos términos que tienen que ver con la “colocación”, es decir, como medio para “resolver problemas”: agencias especializadas en residencias para el retiro, empresas que todo lo saben para viajes de descanso y diversión, propuestas de socialización, etc.
Pero “el otro” se queda lejos, muy lejos, y ve con amargura que se trabaja para él, sí, pero sin atención verdadera a él, porque “cuenta poco”. Cuenta su dinero, su voto cuando hay elecciones, ¡sólo entonces! Si es joven, cuenta por motivos de cálculo; si es anciano, también, aunque por un cálculo diferente. Nadie cuenta por ser hombre, por ser persona, por ser imagen de Dios.
En algunos “Centros de escucha” la pregunta habitual tiene el efecto de un puñetazo en el estómago: “Siéntese..., cuénteme: ¿cuál es su problema?”. A veces son los mismos sacerdotes los que están demasiado ocupados. Parece como si la gente deshojara los pétalos de una margarita en su interior antes de formular una pregunta, un ruego: “Perdone, padre..., ¿le pido mucho si le ruego que me confiese?..., ¿no tendría un momento?...”.

“I Care” (“a mi si me importa / yo me encargo”): la gratuidad del encuentro que humaniza la existencia

Hay muchos e inestimables ejemplos de voluntariado en nuestro tiempo. El voluntariado (gratuito) es como el pulmón de un bienestar profundo que perfuma la existencia, la cotidianidad. Conmueve y estimula a la imitación con la alegría que, como precio-recompensa, le es inherente. Pero también el voluntariado debe intentar adornarse con una cualidad más alta. Debe pasar de la categoría de “prestar un servicio haciendo este o aquel trabajo” a la dimensión de “prestar un servicio centrándose en esta o aquella persona”. Sólo así dejará de ser una hermosa institución humanitaria para convertirse en un lugar de encuentro mutuamente humanizador.
A un misionero de la Consolata, párroco de nuestra parroquia de Pompeya (Argentina), le dijeron un día alarmadas las damas de la caridad: “Padre, pero si en ese barrio ya no hay pobres..., ¿qué haremos nosotras?”. Es triste admitirlo, pero los mismos pobres a los que servimos podrían ser unos peones que “nos sirvieran”, que nos garantizaran “la devolución de la gratificación”. Muchos hoy han hecho suyo el eslogan de Don Milani: “I Care”. Pero la diferencia podría mantenerse a una distancia de años luz: para él ese no era el sentido del eslogan.

Evangelizar no masas, sino personas

La evangelización es mediación del eterno diálogo de amor que Dios ha establecido desde la eternidad con la humanidad y que en Cristo ha sido desvelado y recapitulado. La humanidad no puede entrar en este diálogo de salvación como un interlocutor anónimo y masificado. Debemos poder expresar así esta salvación: “¡Es para ti! ¡Aquí y ahora, es para ti!”. Los Padres de la Iglesia admiraban esta personalización del plan salvífico: “Por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo”. Juan Pablo II, haciéndose eco de GS, 22 –“con su encarnación, el Hijo de Dios se unió en cierto modo a cada uno de los hombres”- subraya la historicidad de “este hombre”, punto terminal y actual del amor de Dios y “primero y fundamental camino de la Iglesia, camino trazado por el mismo Cristo...” (cfr. RH, 13-14).
“Evangelizar es la gracia y la vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda. La Iglesia existe para evangelizar” (EN 14). Y nosotros existimos para evangelizar. Pero no nos dejemos engañar: mientras no se llegue al corazón del hombre, de “este hombre”, de “esta tribu” (ivi), no se llegará al corazón de las culturas y la evangelización será algo parecido a una afición efímera (EN 20).

Algunas convicciones que deben ser en actitudes de vida

La escucha del otro es parte prioritaria y constitutiva del proceso de evangelización-consolación cuando se tiene en cuenta, como afirmó el XCG, que la misión tiene origen en la compasión.
La verdadera escucha, humana y respetuosa, del otro en su alteridad no es nunca una página de la misión simplemente memorizada: antenas sensibilísimas advierten la autenticidad de nuestra respuesta; es imposible recitar... El otro, encontrándose, sintiéndose totalmente hospedado por nuestra acogida, debe convencernos, como Pablo debió de convencer a los Gálatas cuando les escribió: “Si hubierais podido, hasta vuestros ojos me hubierais dado” (Gál 4,15).
Hay un test de le verdad en el encuentro-escucha, y es que el otro se quede o “desaparezca”.
Si desaparece sin dejar rastro, no ha sido un encuentro en profundidad; si se queda dentro, hospedado en ti, la celebración ha sido de vida.


PARA LA REFLEXIÓN

Después de un encuentro con José Allamano, muchos recordaban largo tiempo el encanto de aquellos ojos, de aquella presencia consoladora. ¿Qué ha quedado en ti de este “patrimonio paterno”?
La proximidad a la gente que forma parte de los códigos genéticos que han generado a los Misioneros de la Consolata debe confirmarse apasionadamente con la “proximidad a esta gente”. ¿Es realmente así en “esta” comunidad misionera” a la que pertenezco? ¿Es nuestro “culto” como el del samaritano: “ver al otro”, dejarse evangelizar por la vida herida en el cuerpo y en la dignidad de su espíritu, hacerse cargo de él “hasta el final”? En un documento sobre la liturgia de hace algunos años, los obispos dijeron: “Hay que celebrar la liturgia en los recovecos de la historia”.
Las actitudes no se improvisan ni se toman prestadas: todo es ficticio y alienante si la atención al otro, la presencia al otro, la escucha del otro no comienzan en nuestra comunidad con nuestros propios hermanos. Confrontémonos, como sobre un espejo, con la palabra de Dios de Rom 12,9-18.
Toda revisión del método apostólico es verdadera en la medida que se percibe que el Reino está llegando a “estas personas”. El encuentro y la escucha se transforman así en capacidad de silencio, de admiración y de empatía, en trayectoria de solidaridad y en entrega compasiva al otro. El corazón del hombre es el lugar sagrado donde comienza la sacralidad del “culto divino”.
Hay en el mundo una angustiosa falta de esperanza. De diversas partes se mira al Papa y a su capacidad para dar “un suplemento de alma” a este mundo. Y nosotros ¿no somos los Misioneros de la Consolata? ¿No “debemos consolar con la consolación con la que hemos sido consolados” (2Cor, 3,4)?

P. Luigi Manco

Last modified on Thursday, 05 February 2015 16:53

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