El carácter internacional en los institutos religiosos
[I] La internacionalidad, en principio, tiene que ver con la diversidad cultural de origen de los miembros
de una congregación. A este respecto hay algunas cuestiones abiertas: ¿Cúantas nacionalidades son
necesarias para que se pueda hablar de internacionalidad?, ¿se puede hablar de un número mínimo?
Probablemente, es más importante la diversidad cultural entre los grupos de procedencia que el número de
nacionalidades implicadas: la existencia de hermanos de cinco naciones de cuatro continentes distintos puede ser
más desafiante que la de diez procedencias distintas pero de un mismo continente.
[II]
Además, la diversidad internacional adopta estilos o formas diversos, que dependen, muchas veces, del modo en que
los institutos están organizados o de las costumbres y normas que regulan su vida y misión. Por ejemplo, una
congregación puede estar extendida por todo el mundo siendo al mismo tiempo homogénea culturalmente en
cuanto al origen o procedencia cultural de sus miembros. Otros institutos pueden tener un mayor grado de diversidad
internacional tanto en lo que se refiere a la extensión de su presencia misionera cuanto a la procedencia de sus
miembros.
[III] También pueden ser diversas las motivaciones que han llevado a esa
internacionalidad. Podríamos hablar, por hacerlo de algún modo, de internacionalidad elegida o por
opción, internacionalidad casual e internacionalidad forzada o inevitable. Usaríamos la primera
expresión para referirnos a situaciones en las que esa diversidad internacional es un elemento que forma parte del
carisma de la congregación y por tanto es algo que se promueve expresamente en las normas y en las costumbres del
grupo. Hablaríamos de internacionalidad casual, por ejemplo, cuando una congregación en la que todos los
miembros comparten un único origen cultural ha de asumir o tutelar a otro instituto de carácter más
regional o diocesano formado por personas de otra cultura si con el tiempo algunos miembros de este último acaban
pidiendo el ingreso en la congregación tutora. Un ejemplo del tercer caso (la internacionalidad forzada o
inevitable) sería el de un instituto hasta ahora homogéneo en la procedencia cultural de sus miembros que se
ve obligado a admitir vocaciones procedentes de otros contextos porque no ingresan en él personas del ambiente
cultural tradicionalmente vinculado a la congregación.
[IV] La auténtica internacionalidad
no se consigue automáticamente por reunir bajo el mismo techo a personas de procedencias culturales o nacionales
distintas. Requiere que se lleve adelante un esfuerzo en pro de una auténtica integración entre las
culturas; esfuerzo por el cual las diversas culturas llegan realmente a complementarse y las diferencias no dificultan la
vida comunitaria o el servicio apostólico, sino que en realidad los enriquecen y fortalecen. Como cualquier
comunidad, las comunidades internacionales no se construyen espontáneamente: necesitan ser creadas con cuidado,
expresamente cultivadas, cariñosamente cuidadas y nutridas y alimentadas con atención.
[V]
Una internacionalidad genuina necesita de algún tipo de fundamento local, es decir, de la ayuda de algunos hermanos
pertenecientes a la cultura del lugar. Sin ese arraigo local una comunidad religiosa formada por personas procedentes de
muy diversas naciones puede resultar una presencia absolutamente extraña en un área o país de
misión. Ese arraigo local recuerda sin cesar la necesidad de la inculturación y vincula de modo constante a
la comunidad con la compleja realidad de la Iglesia local y de las comunidades de la zona.
[VI] Parece
aconsejable que se eviten que personas de muy pocas nacionalidades (p.ej., de dos o tres) constituyan la comunidad
internacional. Ese número tan reducido de procedencias culturales o nacionales facilita que la comunidad se
polarice. En cuestiones discutidas el grupo puede dividirse según afinidades culturales o nacionales. En un
ambiente así es fácil que las diferencias personales se interpreten en clave cultural, de modo que las
discrepancias entre dos personas acaben pareciendo asuntos que dividen a toda la comunidad.
[VII] Una
internacionalidad auténtica tendrá un influjo en las estructuras comunitarias, los estilos de vida
religiosa, los métodos de trabajo, los sistemas de gobierno. Para sobrevivir, una comunidad internacional debe
estar arraigada en una profunda experiencia espiritual. Está claro, por ejemplo, que una comunidad así no se
logra por el mero hecho de traer hermanos asiáticos para enriquecer las comunidades europeas si esa
incorporación no repercute en cambios de estructuras, de estilos de vida, de métodos de acción
apostólica. No hacerlo así es como colocar arroz asiático en una hermosa panera europea. Con el
tiempo los granos acabarán cayéndose por las rendijas.
[VIII] La internacionalidad exige el
desarrollo de programas específicos de formación. Los hermanos y hermanas jóvenes necesitan
adiestrarse en las actitudes y recursos que exigen tanto la vida en comunidades internacionales como el trabajo en clave
multicultural. Pero también las provincias y comunidades llamadas de acogida necesitan prepararse para aceptar a
los hermanos y hermanas que vienen de otras culturas. Es singularmente necesario que las comunidades y provincias
más antiguas se den realmente cuenta de que no son necesariamente ni la única ni la mejor expresión
del carisma congregacional.
Me da la sensación de que pueden decirse muchas otras cosas acerca de
la internacionalidad en las congregaciones religiosas, pero creo que las ocho afirmaciones hechas nos permiten avanzar en
nuestra reflexión.
La condición internacional en la familia SVD
Contemplando la experiencia de mi familia religiosa en este campo creo que pueden diferenciarse tres etapas:
una temprana apertura a la diversidad internacional; la vivencia de ésta en momentos de expansión
geográfica y la internacionalidad entendida como interacción y encuentro entre diversas culturas.
La apertura inicial a la cuestión
Nuestro fundador es un sacerdote
alemán: Arnold Janssen, canonizado el 5 de octubre de 2003 junto con otro miembro de la congregación, Joseph
Freinademetz, que fue misionero en China, y el obispo Daniel Comboni, fundador de los Misioneros Combonianos. Como joven
sacerdote, Janssen estuvo implicado en el apostolado de la oración, lo que le llevó a interesarse por las
misiones extranjeras y la actividad misionera ad gentes. Preocupado por esta cuestión no tardó en darse
cuenta de que mientras que otras naciones europeas como Francia, España o Italia tenían seminarios
misioneros, Alemania carecía de ellos. Trató de convencer a obispos y sacerdotes de la necesidad de crear un
seminario de este tipo y sólo cuando vio que no lo lograba, más bien a su pesar, decidió acometer
él mismo la tarea. El contexto del momento, en el que comenzaba la persecución amparada por la Kulturkampf
de Bismarck, le impidió emprender su proyecto en la misma Alemania, por la que cruzó la frontera para
llevarlo adelante en la pequeña localidad holandesa de Steyl.
En los meses de preparación
de la iniciativa, Arnold Janssen comenzó a referirse a su proyecto de seminario misionero como apoyo a las
iniciativas evangelizadoras de Alemania, Austria y los Países Bajos, abierto a personas de esos orígenes.
Por ello decidió colocar su cuartel general en Roma buscando evitar conflictos y tensiones. Al final no pudo ser, e
instaló la sede general en Steyl, en los Países Bajos. Allí se constituyó la primera
comunidad: cuatro personas de tres nacionalidades: dos alemanes, un austriaco y un luxemburgués.
Poco tiempo después, cuando Arnold Janssen publicó la primera gaceta de la sociedad, le dio un nombre
latino. Insistió en que llegaría un día en el que habría hermanos de países en los que
se desconoce la lengua alemana. Denominar ya desde el principio la publicación en latín ahorraría
problemas.
Otra actitud de Janssen que facilitó la internacionalidad fue su insistencia en la
necesidad de apreciar y estimar la cultura de los pueblos como condición previa a una auténtica
evangelización. Al poco de abrir el seminario de Steyl, Arnold y sus compañeros discreparon sobre los
criterios que debían regir la nueva fundación. Dos de ellos le abandonaron en los meses siguientes. Pero, de
acuerdo con el cuarto compañero, establecieron las reglas de la casa-seminario y de su vida como comunidad
religiosa, y acordaron la inclusión de una serie de ciencias en los estudios de preparación de los futuros
misioneros[i]. Desde el comienzo, Arnold Janssen otorgó un papel muy relevante al estudio de
los pueblos y las culturas en esa preparación. Su insistencia en la importancia de la etnología, la
antropología y las cuestiones lingüísticas animó a uno de sus discípulos, Wilhelm
Schmidt, a fundar en Alemania el Instituto Anthropos en 1931.
La internacionalidad como
expansión geográfica
Dada esa clara apertura del fundador a la dimensión
internacional, es fácil comprender el crecimiento singularmente rápido de la Sociedad a lo largo y ancho del
mundo. En un período de tiempo más bien corto, los Misioneros se establecieron en varios países de
los cinco continentes. Ese hecho en sí puede no ser muy significativo; sí lo es, y mucho, el que se
tardó muy poco en aceptar hermanos de las naciones a las que se iba llegando. Aunque algunas veces no dejaron de
notarse cautelas, la disposición del fundador a la apertura hizo que esas incorporaciones no se vieran sólo
como posibles, sino como algo bien natural. Fruto de todo ello fue el que en 1960, a los ochenta y cinco años de la
fundación, ya hubiera misioneros verbitas de treinta y cinco nacionalidades.
Otra cuestión
que merece destacarse es la tendencia a enviar a las misiones equipos internacionales, destinando, por ejemplo, a hermanos
de diversos orígenes a compartir un territorio de misión. Así fue ya el primer equipo misionero
enviado por el mismo fundador a China en 1878, compuesto por un alemán, John Anzer, y el tirolés
Joseph Freinademetz. La costumbre se ha mantenido y cultivado a lo largo de la historia, permitiendo la erección de
provincias y regiones compuestas por miembros de diversas naciones. No es extraño que en un organismo
congregacional haya personas de cinco, diez, veinte o más nacionalidades.
De todos modos, durante
este período, podemos hablar de una internacionalidad que consistía únicamente en la presencia
verbita en los diversos continentes y en la pertenencia a la congregación de hermanos de diversas nacionalidades.
Podría decirse que la Sociedad era internacional en el mismo sentido en que la Iglesia es universal en cuanto
presente en casi todos los países del mundo. Pero esa presencia era básicamente la de una Iglesia y una
congregación eurocéntricas. Como en su día afirmó Karl Rahner, la Iglesia parecía una
empresa comercial que exportaba, a través de sus agentes americanos, una religión fundamentalmente europea a
Asia y África[ii]. De un modo parecido, en cualquiera de los países en los que
trabajaban, los verbitas se presentaban como una congregación religiosa de misioneros europeos, fundamentalmente
alemanes. Lo que se hacía en Alemania y en Europa era repetido o imitado en Argentina, Papua-Nueva Guinea o la
India.
En aquel momento, los verbitas, como otras muchas familias de consagrados, éramos
internacionales en tanto que estábamos dispersos por el mundo, pero eurocéntricos en nuestra cultura y en
nuestra formación. No se notaba gran diferencia entre hacer el noviciado en Japón o en Chile. Lo mismo
podía decirse de una teología estudiada en Bombay o en Buenos Aires: se estudiaban las mismas cuestiones y
se leía a los mismos autores. Las oraciones se acomodaban a los mismos procedimientos, llamados universales, y las
normas que regulaban la vida religiosa eran las mismas en todas partes[iii].
Puede
decirse, por tanto, que en esos años lo que imperaba era más bien una uniformidad centralizada que una
auténtica internacionalidad. Ello contribuyó a dar un fuerte sentido de unidad a la congregación,
pero no tuvo en cuenta la riqueza particular que aportaba cada cultura. Se promovía sólo un modo de ser
Misionero del Verbo Divino, un estilo determinado de vivir la vida religiosa y de llevar adelante la tarea misionera. En
realidad se extendía la idea de que para ser un buen verbita había que dejar de ser indonesio,
japonés, brasileño o africano para hacerse europeo.
La internacionalidad como
interacción entre culturas
Esta situación comenzó a cambiar a raíz
del Concilio Vaticano II y de su visión positiva de los contextos culturales, históricos y
socioeconómicos de las personas y los pueblos. La teología comenzó a hablar de inculturación y
de la edificación de las Iglesias locales. Dejó de hablarse de una única manera de ser Iglesia o de
ser cristiano en el mundo. Hay tantos modos como culturas. De modo semejante, dentro de los Misioneros del Verbo Divino
comenzó a afirmarse que no hay un solo modo de ser Misionero, y que el carisma del fundador podría
encarnarse de modo diverso en consonancia con las culturas de los pueblos. Como el Evangelio, el carisma propio de la
Sociedad no sólo podría enriquecer las culturas en las que se encarna, sino también ser enriquecido
por ellas. Todo esto contribuyó a que empezara a verse a la congregación no ya como una sociedad compuesta
por personas de diversas nacionalidades que aprenden una determinada cultura congregacional, sino como una sociedad
formada por miembros de nacionalidades diversas que comparten la riqueza de su pluralidad cultural. Poco a poco, el
instituto dejó de ser la casa de una sola cultura para convertirse en el lugar en el que diversas culturas se
relacionan entre sí.
Dos factores desarrollados en los últimos años han contribuido
a acentuar nuestra pluralidad cultural. Uno es el hecho de que países que solían recibir misioneros han
empezado a enviarlos con regularidad a otras partes del mundo. Este giro revolucionario tuvo lugar en la mayor parte de
las provincias asiáticas a mediados de la década de los 80. Uno de sus frutos es que hoy unos cuatrocientos
cincuenta verbitas asiáticos trabajan fuera de su continente en África, Europa, las Américas y otras
regiones de Asia. Del mismo modo, aunque menos en número, también verbitas africanos y latino-americanos
están destinados fuera de sus países y continentes. Esta tendencia ha convertido en multicolores espacios y
lugares que hasta hace poco eran ‘dominio del hombre blanco’.
Otro factor es lo que en
nuestra tradición denominamos el Compromiso de Roscommon: la declaración que, en 1990, hicieron los
superiores provinciales de Europa reunidos en Roscommon (Irlanda), afirmando públicamente que la secularizada
Europa era un territorio de misión análogo en cierto sentido a las regiones misioneras de África,
Asia y América Latina. Así, Europa fue declarado un territorio con tanto derecho a pedir y recibir
misioneros como cualquier otro. Una consecuencia práctica de esto ha sido que las más veteranas provincias
europeas, a las que habitualmente iban destinados únicamente formandos que procedían de sus propias
instituciones formativas, comenzaron a recibir misioneros venidos de Asia, África y Latinoamérica. La
diversidad cultural se ha convertido en un rasgo hasta de las tradicionalmente más homogéneas provincias
europeas.
Como consecuencia de todo esto, la fisonomía congregacional ha cambiado radicalmente a
partir de 1960. Actualmente hay verbitas de unas sesenta y cinco nacionalidades de origen (entonces eran sólo
treinta y cinco) y el grupo más numeroso es el de los indonesios, que constituye hoy aproximadamente la cuarta
parte de la congregación. Tras ellos, numéricamente, se sitúan los indios y los polacos. El cuarto
lugar lo ocupan los alemanes, que sólo representan un 9, 45 % de los miembros del instituto.
Sintetizando...
Resumiendo lo que he dicho sobre nuestra experiencia de la
internacionalidad, podrían hacerse las siguientes afirmaciones:
- Consideramos la
internacionalidad como un elemento esencial de nuestro carisma y un rasgo importante de nuestra identidad congregacional.
Se trata de algo afirmado y recogido en nuestras constituciones, que lo presentan como un valor que debe ser anhelado y
activamente promovido en todas nuestras comunidades.
- Nuestro sistema de gobierno, notablemente
centralizado, refuerza la promoción de esa vivencia de lo internacional. A pesar de algunos pasos
descentralizadores dados en los últimos años, la distribución del personal y los recursos
económicos continúa en manos del gobierno general. Es el superior general con su consejo quien adscribe por
primera vez a las personas a un organismo. El mismo gobierno general determina los destinos entre provincias. Tanto a la
hora de adscribir a organismos como a la de destinar, la internacionalidad es un principio muy tenido en cuenta.
- A lo largo del tiempo hemos ido desarrollando algunos programas de formación en esta dimensión.
Los programas de formación en otros continentes (y el de formación en la relación con otras
culturas)[iv] permiten que los formandos pasen dos o tres años trabajando o estudiando en
una cultura distinta de la propia. Hemos intentado también desarrollar centros formativos compartidos o casas
internacionales de formación en los que estén presentes misioneros de diversas naciones. El programa de
intercambio entre estudiantes es también una práctica que lleva años en marcha.
-
Por supuesto, también ha habido regiones que, la mayor parte de las veces debido a las restricciones puestas por
las autoridades civiles, han permanecido como impermeabilizadas a la internacionalidad. India e Indonesia valdrían
de ejemplo. En casos como éstos tratamos de destinar fuera de su país al mayor número de personas,
con la intención de que algunos puedan luego regresar y compartir su experiencia internacional con el resto de los
hermanos.
- También hemos organizado, en Nemi, un programa internacional de renovación en
el que todos aquellos que nunca han participado en una misión en el extranjero pueden tener una experiencia de
convivencia internacional.
La misión en un contexto multicultural
Me parece que una de las causas por las que la internacionalidad de los institutos religiosos se ha convertido en un
tema de diálogo y reflexión frecuente es el hecho de que el mundo se vuelve cada día más
multicultural.
En realidad, junto con la globalización y el aumento de los desplazamientos entre
naciones, la multiculturalidad es otro de los innegables rasgos del mundo contemporáneo. Cuando aquellas (la
globalización y el aumento de las migraciones) se influyen entre sí, contribuyen a que crezca la diversidad
cultural en nuestro planeta. Como resultado de todo ello, no sólo aumenta el contacto que las personas de culturas
diversas mantienen entre sí, sino que con mucha frecuencia esas personas se ven obligadas a vivir unas al lado de
las otras. Son cada día más las ciudades habitadas por miembros de grupos culturalmente diversos. La
globalización, las migraciones internacionales y la multiculturalidad están cambiando el rostro de nuestras
ciudades. Para sociedades que tradicionalmente han sido étnicamente homogéneas, los procesos de este tipo
pueden ser realmente traumáticos.
Está claro que un mundo en el que la diversidad cultural
es cada vez más notoria supone un reto misionero muy especial para las congregaciones religiosas compuestas por
personas de diversos países. A la hora de afrontarlo, una de las primeras cuestiones debe ser el cómo
atender a las personas afectadas por la globalización y las migraciones. Una posible respuesta es la
organización de un ministerio especial dedicado a los emigrantes, los refugiados y las personas desplazadas. Un
servicio así debe tratar de responder a diversos aspectos de la vida de las personas afectadas por un
desplazamiento de este carácter: necesidades socioeconómicas y políticas, psicológicas,
religiosas y pastorales.
Otras respuestas pasarían por el compromiso en ministerios relacionados
con el anterior, como la pastoral urbana (la mayor parte de los emigrantes y refugiados acaban concentrándose en
las ciudades), los ministerios al servicio de la mujer (las mujeres constituyen el grueso de los grupos de desplazados y
son quienes más soportan las consecuencias del desarraigo y la migración), iniciativas de diálogo
interreligioso y ecuménico (la migración obliga a convivir a personas no sólo de culturas distintas,
sino de tradiciones religiosas diferentes).
Pero además de preguntarnos qué es lo que la
Iglesia, a través de las congregaciones misioneras, puede hacer por los emigrantes y refugiados, procede
también ahondar en el desafío de qué es lo que la Iglesia puede ser (o debería ser) para estas
personas desplazadas o para este mundo cada día más multicultural. En realidad, el reto está en que
la misma Iglesia sepa ser una Iglesia multicultural, es decir: (i) una casa para las personas de las diversas culturas;
(ii) un instrumento de diálogo intercultural y (iii) un signo -ella misma- de que el Reino de Dios está
destinado a todos sin excepción.
Ser hogar de personas de culturas diversas
A los ojos de extranjeros y forasteros, una Iglesia multicultural no aparece sólo como una comunidad
más tolerante, sino como una comunidad mucho más acogedora. Tres son, sobre todo, los elementos esenciales
para que se dé esa condición acogedora[v]:
-
Una Iglesia que respalda el reconocimiento de las otras culturas, es decir: que admite, por ejemplo, que la cultura de los inmigrantes sea también visible en la comunidad.
-
Una Iglesia que alienta el respeto por la diversidad cultural, y que -por ejemplo- se opone a cualquier intento de someter a las minorías culturales a la cultura dominante.
-
Una Iglesia que promueve una saludable relación de interacción entre las culturas, es decir, que trata de crear un clima en el que todas las culturas tengan la posibilidad de enriquecerse mutuamente.
Una comunidad que se distinga por estos rasgos resultaría atrayente para personas de muy diversas procedencias, que podrían sentirse realmente integradas en ella.
Ser instrumento de diálogo intercultural
Una Iglesia realmente multicultural, sin embargo, no puede limitarse a cuidar de aquellos que pertenecen a la comunidad, es decir, de los inmigrantes, extranjeros o forasteros que son católicos o cristianos. Una Iglesia auténticamente multicultural tiene que mirar más allá de sí misma y dirigirse a los emigrantes no-cristianos, a los refugiados y desplazados, constituyendo un instrumento de diálogo intercultural en la sociedad. Hace falta trabajar para crear en la gran comunidad humana las condiciones que permitirían hacer reales los elementos señalados anteriormente: el reconocimiento de las culturas, el respeto a la diversidad cultural, y la existencia de una saludable relación entre las culturas. Algunas veces esto supondrá la asunción de compromisos más intensos con los emigrantes o refugiados, colaborando para que se oiga su opinión sobre las leyes de inmigración, o tomando postura pública en relación con los derechos de los trabajadores inmigrantes. Pero más allá de momentos concretos, esto supondrá la promoción permanente de un diálogo auténtico entre personas de culturas diferentes.
Signo de la universalidad del Reino de Dios
Una Iglesia que alimente la auténtica interculturalidad hacia dentro y que promueva el diálogo intercultural hacia fuera será un signo creíble de la apertura del Reino de Dios a personas de todas las culturas y naciones. Será testimonio de la universalidad y de la apertura a la diversidad del Reino. En esta época de globalización, un testimonio así es especialmente necesario, ya que la globalización tiende, por un lado, a excluir y marginar a los pobres y los débiles, y, por otro, a crear una uniformidad que erradica las diferencias. Una Iglesia multicultural será un signo de que el Reino incluye a todos y no excluye a nadie, y de que en él no hay ni extranjeros ni forasteros, sólo hermanos y hermanas. Será la imagen de la convocación de todos los pueblos a la que aludió el Profeta Isaías: “Así dice el Señor: Yo vengo a reunir a todas las naciones y lenguas; vendrán y verán mi gloria” (Is 66, 18).
Creo que las congregaciones misioneras realmente internacionales están llamadas a promover una Iglesia auténticamente multicultural. La experiencia de internacionalidad y multiculturalidad que tienen en sus propias filas hace que sus miembros estén muy bien preparados para ayudar en la creación de diálogos y relaciones auténticas entre las personas que, en una misma sociedad, tienen diversas culturas. Más aún: su vocación religiosa les sitúa al servicio del Reino de Dios. En la Iglesia, por su profesión de los consejos evangélicos, los religiosos y religiosas son testigos cualificados del Reino de Dios.
A modo de conclusión
En su carta Novo millennio ineunte, Juan Pablo II afirmaba: “Hacer de la Iglesia la casa y la escuela de la comunión: este es el gran desafío que tenemos ante nosotros en el milenio que comienza, si queremos ser fieles al designio de Dios y responder también a las profundas esperanzas del mundo” (n. 43). En este contexto de mundo multicultural, creo que hacer de la Iglesia una escuela de comunión pasa por construir una Iglesia multicultural, hogar de personas de culturas diversas, instrumento de diálogo entre culturas, y signo del carácter absolutamente inclusivo del Reino de Dios.
Con su experiencia de internacionalidad, las congregaciones religiosas internacionales juegan un papel muy especial en el proceso de conversión de la Iglesia en una casa y escuela de comunión en el contexto de un mundo multicultural. En la instrucción Caminar desde Cristo, de la Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica, encontramos lo siguiente: “La interculturalidad, las diferencias de edad y el diverso planteamiento caracterizan cada vez más a los Institutos de vida consagrada. La formación deberá educar al diálogo comunitario en la cordialidad y en la caridad de Cristo, enseñando a acoger las diversidades como riqueza y a integrar los diversos modos de ver y sentir. Así la búsqueda constante de la unidad en la caridad se convertirá en escuela de comunión para las comunidades cristianas y propuesta de fraterna convivencia entre los pueblos” (n. 18).
Sin embargo, no deseo idealizar la internacionalidad. Lamentablemente no disponemos de tiempo para reflexionar sobre algunos de los problemas y dificultades que genera. Quiero, de todos modos, contemplar en su justa medida esos problemas y dificultades. Sé que no son pocos y que son bien reales, pero, sin embargo, puede afirmarse que la diversidad y la internacionalidad son mucho más un don que una amenaza. Una vez mantuve un diálogo con una asiática, religiosa del Espíritu Santo, que trabajaba en Angola. Me fue contando las dificultades que encontraba no sólo al adaptarse a las circunstancias de África sino también al trabajar en un equipo de hermanas de diversas nacionalidades y culturas. Llegados a un determinado momento afirmó: “Hablar de internacionalidad es algo grande, pero muchas veces la realidad es angustiosa y descorazonadora. De todos modos -añadió- volveré a mi misión: es mucho más lo que la internacionalidad me ha enriquecido que lo que me ha hecho sufrir”.
En los últimos años de debate sobre el desarrollo sostenible y la tecnología se hizo frecuente la afirmación de que lo pequeño es hermoso. Hoy creo que podemos decir que lo diverso es hermoso, pero para hacerlo hay que afrontar correctamente la diversidad, orientándola más a crear comunión que a impedirla. Si así lo hacemos, podremos llegar incluso a afirmar que “lo diverso es divino”. Ya que la diversidad es una característica del mismo Dios, Uno y Trino.
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Notas
* Antonio Pernia es el Superior General de los Misioneros del Verbo Divino.