En la chabola, sentada en un banco frente a mí, había una joven, una
madre soltera; se llamaba Inés, junto a ella, un bebé de pocos meses, su único hijo. Ambos se estaban
muriendo a causa del SIDA. El sudor le corría por la cara, ¡estaba tan débil! No había nada de
comer o beber. Sus ojos estaban fijos en mí. En ellos vi lo que tantas veces había visto en la
diócesis donde he trabajado tantos años: una mirada de terror y, más aún, una mirada de
desesperación. Me dijo: "Padre, no hay ninguna esperanza, Padre, yo no tengo ninguna esperanza". Y las
lágrimas se deslizaban por su rostro y mi rostro, mientras contemplaba a su bebé moribundo.
Tenía razón. En un país relativamente desarrollado como es África del Sur, hay más
de 8 millones de personas que viven en chabolas, en medio una miseria espantosa; y más de 22 millones tratan de
sobrevivir con menos de 1 dólar diario. Y ya no hay esperanza, porque son los sistemas sociales, culturales,
económicos, religiosos y políticos de este mundo los que condenan a una madre como Inés a una muerte
terrible en la pobreza y la enfermedad.
Mientras miraba a los ojos de esta joven madre - murió a
las pocas semanas - yo sabía que aquellas mujeres extraordinarias que trabajaban conmigo en aquel barrio miserable,
cuidarían de ella y de su bebé. Ahora, tenemos una residencia a donde llevamos a los enfermos de SIDA
más pobres y vulnerables de la sociedad, para que mueran en paz y con dignidad, sabiendo que Dios los ama y los
cuida, algo que se hace posible porque las enfermeras y el resto del personal, les revelan el amor que Dios les tiene.
Pero, esto no basta para aliviar el dolor de mi corazón cuando contemplo la triste realidad.
Contemplando aquella joven madre, me planteé, una vez más, las innumerables preguntas que llevo en mi
corazón. Pienso en nuestra Iglesia, y más aún en los dirigentes de nuestra Iglesia.
¿Qué mensaje, qué palabra compartimos verdaderamente con los "más pequeños"
de nuestra sociedad, aquí en América Central, o en África donde vivo yo, o en cualquier lugar de
nuestro mundo donde haya miseria, pobreza, enfermedad e impotencia? ¿Nuestra palabra, el mensaje de la Iglesia es
algo que los pobres perciben, realmente, como una palabra de esperanza, una palabra de liberación, una palabra que
interpela a la realidad que ellos sienten tan profundamente? ¿Podemos decir que nuestra palabra es una
revelación de la Palabra de Dios, que las promesas de Dios, que nos hablan de una vida verdadera, de una
liberación que nos permita vivir con dignidad, van a realizarse, en verdad, para los pobres?
Todavía más, ¿qué experiencia tienen los pobres de nuestro mundo de la Iglesia, de su
magisterio oficial y de sus prácticas? ¿Qué tipo de comunidad presenta hoy la Iglesia a los pobres
del mundo? ¿Dónde están los profetas, en la Iglesia de hoy, que analicen los sistemas opresores del
mundo moderno desde la perspectiva del Evangelio y de los pobres, y que se ponen valientemente del lado de quienes carecen
de todo en la lucha por transformar un mundo, que se hace cada vez más injusto, un mundo donde el abismo entre
ricos y pobres es cada vez más grande? ¿Somos esa Iglesia que rechaza toda forma de poder y de control, esa
Iglesia que forma una auténtica comunidad con las personas vulnerables, oprimidas, desesperadas de nuestro mundo
actual? Nosotros, quienes formamos la Iglesia, ¿somos capaces de transformar la mirada de desesperación en
los ojos de los pobres, en una mirada abierta de par en par a la paz, a la esperanza e, incluso, a la expectativa de un
futuro mejor?
Hace 25 años, una voz profética se elevó diciendo: "Las masas
pobres de nuestra tierra descubren en la Iglesia la voz de los profetas de Israel. Hay entre nosotros quienes venden al
justo por dinero y al pobre por un par de sandalias, como dicen los profetas. Hay quienes acumulan en sus palacios los
frutos del botín y de los saqueos, hay quienes aplastan a los pobres, hay quienes favorecen el imperio de la
violencia, mientras se reclinan en lechos de marfil, hay quienes juntan casa con casa y campo con campo para apoderarse de
todo y convertirse en únicos propietarios de la tierra. (Cf. Amos 6:3-4; Isaías 5:8).
Estos textos de los profetas no son, simplemente, unas voces lejanas en el tiempo, que leemos con reverencia en nuestra
liturgia. Son realidades de cotidianas, cuya crueldad y violencia vivimos todos los días.
Y por
eso, la Iglesia sufre el destino de los pobres, que es la persecución. Nuestra Iglesia se gloría de haber
mezclado la sangre de sus sacerdotes, sus catequistas y sus comunidades con la de los pueblos masacrados, y de haber
portado continuamente la marca de la persecución. Porque no nos deja vivir tranquilos, es calumniada, y cuando hace
oír su voz clamando contra la injusticia, se la ignora.
El buen nombre de la Iglesia no es
cuestión de estar en buena relación con los poderosos. El buen nombre de la Iglesia es cuestión de
saber que los pobres miran a la Iglesia como algo suyo, es cuestión de saber que la vida de la Iglesia en la tierra
es invitar a todos, también a los ricos, a convertirse y a dejarse salvar junto con los pobres, porque ellos son
los únicos a quienes se les llama bienaventurados" Así habló Monseñor Oscar Romero el 17
de febrero de 1980, hace 25 años.
Creo, de verdad, que su palabra, su interpelación es tan
significativa hoy, para mí, para nosotros, como lo fue en 1980 para el pueblo y la Iglesia de El Salvador. Para
mí personalmente, su palabra es una llamada muy fuerte a discernir lo que Dios me está pidiendo profundizar
hoy, mientras recordamos y celebramos, en la acción de gracias, a aquel hombre que fue un gran profeta en medio de
su pueblo: Monseñor Oscar Romero. ¿Qué significa mi hermano obispo Romero y su vida, para mí y
para los pobres de mi país, para este mundo que Dios me ha confiado?
Oscar Romero fue un
líder espiritual en el contexto de El Salvador, en un momento de brutal opresión y de violencias toda clase
contra el pueblo. Cuando fui nombrado obispo, durante el régimen del apartheid en África del Sur, Oscar
Romero fue el que me inspiró, cuando traté de reflexionar sobre el sentido de mi llamada como líder
espiritual, en medio de aquel pueblo oprimido en el que yo vivía y al que servía. El fue mi hermano, mi
consejero, una persona cuyo testimonio me desafiaba a asumir una postura profética (mi sufrimiento personal) y a
caminar con los pobres, aunque esto significase arriesgar mi propia vida. Fue su ejemplo el que me impulsó a
descubrir el rostro de Jesús en el rostro de mi pueblo oprimido. Dos ejemplos simplemente. Un día, iba
dirigiendo una marcha de protesta pacífica contra una injusticia que se había cometido. El ejército y
la policía nos cerró el paso y, de pronto, se oyó la orden: "Disparen a los sacerdotes".
Los soldados saltaron de sus vehículos blindados y abrieron fuego contra nosotros, con munición real y
peligrosos proyectiles de gases lacrimógenos. Como todo el mundo, me agaché y traté de esquivar los
disparos. Por la gracia de Dios no me hirieron, pero dos jóvenes que estaban cerca de mí fueron alcanzados
por las balas. Uno murió en el acto y el otro fue herido. Muchas personas, incluyendo mujeres ancianas, fueron
brutalmente golpeadas por los soldados.
Algún tiempo más tarde, uno de los movimientos de
liberación, que es ahora el partido del Gobierno, nos pidió permiso para celebrar reuniones en la
misión donde yo vivo. Todos los fines de semana, los sindicatos, los movimientos de liberación y los
movimientos civiles se reunían allí, bajo mi protección, ya que estaban prohibidos por el Gobierno.
Aquella vez, era una reunión muy numerosa. Unos días antes, recibí la visita de la policía
pidiéndome que la cancelara. Yo me negué y continué negándome, aunque estuvieron discutiendo
conmigo y amenazándome durante más de dos horas. La víspera de la reunión, la iglesia donde
iba a celebrarse, fue volada, a las 4 de la mañana, por una bomba muy potente. Afortunadamente, no hubo heridos.
Cuando yo estaba en pie junto a la iglesia destruida, uno de los religiosos de mi diócesis me atacó
verbalmente, delante de la gente, por poner en peligro el trabajo y el ministerio de los sacerdotes y religiosos,
oponiéndome a un régimen injusto que estaba oprimiendo a los pobres.
Sí, he
experimentado algo (muy poco) de la soledad y el sufrimiento de mi hermano Oscar Romero. En las numerosas ocasiones en las
que he vivido la sensación de peligro y de rechazo, he sentido su cercanía y su inspiración. En 1997
fui llamado por la Comisión de la verdad y la reconciliación para testificar de esos dos incidentes de
injusticia y opresión de los que estoy hablando. Me sentía humillado, sentado allí, junto a aquellas
mujeres que habían sido brutalmente violadas por las fuerzas de seguridad, sencillamente porque se oponían
al régimen. Sí, aquel día comprendí verdaderamente hasta qué punto Dios me había
bendecido, con enorme generosidad, al permitirme compartir, por poco que fuese, el sufrimiento de tantas personas pobres y
oprimidas. He recordado muchas veces la larga marcha que Mons. Oscar Romero compartió con los pobres y oprimidos de
El Salvador. Gracias, querido hermano mío, Monseñor Oscar, por haberme mostrado la manera de ser fiel a
Dios, en la vida y el sufrimiento de los pobres y oprimidos de mi país.
Pero, en el mundo
moderno, este desafío se nos presenta como algo todavía más complejo. Hoy día, las
instituciones internacionales, como Naciones Unidas, aunque de una manera lenta, se están haciendo más y
más conscientes de que las brutalidades de la opresión, la violencia, el genocidio, los crímenes de
guerra y otras atrocidades no pueden ser toleradas, en modo alguno, por la comunidad internacional, y de que esta
comunidad debe actuar para proteger a las personas más vulnerables de nuestra sociedad. Actualmente, el mundo
está dándose cuenta, poco a poco, de que la solidaridad con quienes carecen de lo más elemental, con
quienes está sufriendo terriblemente o viven en la opresión y la esclavitud es mucho más importante y
debe anteponerse a la solidaridad con los líderes políticos que practican la violencia y la
corrupción.
Sin embargo, hemos de reconocer que nos queda un largo camino por recorrer, hasta que
llegue el día en que todos los seres humanos puedan vivir libremente una vida conforme a su dignidad de personas
creadas a imagen de Dios. El genocidio de Ruanda tuvo lugar hace 11 años, la limpieza étnica y las
atrocidades cometidas en los Balcanes no son recuerdos lejanos. Incluso, mientras estoy hablando, los más humildes,
en la región de Darfur, en Sudán, están experimentando brutalidades indecibles en numerosas
violaciones y asesinatos. Una religiosa, hermana Dorothy, ha sido asesinada hace muy poco tiempo, en Brasil, porque se
atrevió a enfrentarse con los poderosos en su proyecto de solidaridad con los pobres. Ciertamente, en todo el
mundo, la larga marcha de los mártires continúa, semejante a la de El Salvador, hace más de 25
años.
Pero, existe también una opresión mucho más sutil y sofisticada, y
esta opresión está en manos de quienes elaboran los sistemas económicos del mundo, con la fuerza de
las organizaciones multinacionales y el respaldo político de los poderosos que controlan nuestro futuro. Es como un
enorme pulpo, cuyos tentáculos alcanzan a todas las naciones y comunidades. Una realidad que encierra a los pobres
de la tierra en un ciclo de desesperación, mientras los sacrifica en el altar de la codicia, la codicia y el deseo
de poder de las élites de nuestro mundo. De esta forma, y con mucha frecuencia, los pobres son sacrificados a los
dioses de nuestros días, los "intereses estratégicos" de los países desarrollados que son
quienes deciden del destino de los millones de personas que no tienen alternativa alguna.
Vuelvo a
Inés, la joven de la chabola. ¿Por qué murió víctima del SIDA, en medio de una pobreza
y un sufrimiento indecibles? He aquí su historia. Inés tuvo que abandonar su país, en una
región del África Central; su país es sumamente pobre y no podía encontrar trabajo, ni
podía sobrevivir. Había oído hablar de África del Sur, pensó que, tal vez era una
salida para ella. Entró como refugiada económica "ilegal" y terminó en aquel barrio
miserable. A poca distancia de allí, había una mina de platino y una residencia para los hombres que
trabajaban en ella. Estos mineros también habían tenido que abandonar sus hogares, muy lejos, en otros
lugares de África del Sur o, incluso, en otros países. Inés oyó hablar de ellos; aquellos
hombres tenían trabajo, tenían dinero. Tal vez podría salir de su pobreza si se quedaba a vivir
allí.
Pronto descubrió que había caído en una trampa. Como era
"ilegal", no tenía documentos. No podía, por tanto, solicitar ninguna ayuda social del Gobierno.
No podía conseguir un trabajo, porque necesitaba un documento de identidad y ella era "ilegal". No
tenía familia, no tenía a nadie que pudiese ayudarla. Por desgracia, descubrió que sólo
tenía una salida para escapar a la trampa de la miseria: tenía que convertirse en una trabajadora del sexo,
en una prostituta. Tenía que vender su cuerpo a los mineros y otros por dinero, para comprar comida y poder
sobrevivir, justo las siguientes 24 horas. Tuvo que hacer esto un día y otro día. Y así, si saberlo,
contrajo el virus del SIDA, quedó embarazada y su bebé nació seropositivo también. Y por ser
tan extremadamente pobres, por no poder comer como es debido, porque vivían en la miseria, en condiciones
infrahumanas, ella y su hijo estaban ahora muriéndose.
Entre los 30 millones de personas enfermas
de SIDA en el África subsahariana, hay cientos de miles de mujeres como Inés. Estas personas, todas muy
pobres, van a morir, porque la única causa de que los seropositivos mueran rápidamente y de una manera
horrible, es la pobreza, el hambre y las malas condiciones de vida. Esta es la realidad. Y es una realidad en la que no se
puede pensar y a la que no se puede responder solamente en términos de una ética de la sexualidad. Creo que,
en la Iglesia de hoy, en vista de esta situación tan grave, más de una ética de la sexualidad,
necesitamos una ética de la dignidad humana y de los derechos humanos, una ética de la vida
auténtica. Su sufrimiento es una llamada a la justicia y a una acción y solidaridad profética con
estas pobres gentes que no tienen otra opción.
¿Por qué ocurre todo esto? Porque
los sistemas económicos de nuestro mundo, controlados por los ricos y los poderosos, condenan a los países
de África, y al resto de las naciones más pobres de la tierra, a este tipo de existencia infrahumana. En
primer lugar, el peso insoportable de la deuda externa en los países más pobres que están luchando
para pagar, sencillamente, los intereses de su deuda, algo que supera, con mucho, la cantidad que pueden dedicar a la
sanidad, la educación y los servicios sociales. Después, los sistemas de mercado, unos sistemas
absolutamente injustos, hacen imposible que los países pobres puedan competir con el mundo rico y desarrollado. Y,
en tercer lugar, las subvenciones que los agricultores del norte desarrollado reciben de sus Gobiernos, condena a los
pobres agricultores del mundo subdesarrollado a una lucha sin esperanzas para conseguir que sus productos puedan ser
vendidos en el mercado libre.
Son todo un conjunto de sistemas económicos injustos los que
empobrecen cada vez más a las naciones más pobres, favoreciendo la corrupción y una mala
administración que explotan a los pobres, que impiden toda esperanza de futuro para los pobres de nuestro mundo. Es
un proceso sutil y muy sofisticado, que no deja a los pobres ninguna oportunidad. Es un sistema criminal que clama al
cielo. Es un pecado que impregna todo el sistema.
¿Dónde debe situarse la Iglesia ante
estas situaciones? Nuestra Doctrina social católica, que monseñor Oscar Romero vivió con tanto valor
y tanta fe, nos exige descubrir el rostro de Jesús en todo rostro humano, pero de manera especial, en el rostro de
los "más pequeños". Nos impulsa a la acción profética para que el bien común,
la solidaridad y, por encima de todo, la primacía de los pobres llegue a ser un objetivo que está siendo
realizado, en lugar de seguir siendo un sueño imposible. Las leyes actuales de un mercado injusto y globalizado,
han de transformarse en una globalización de la solidaridad, una solidaridad que conduzca a la
transformación de los sistemas opresores sociales, culturales, económicos y políticos que condenan a
los pobres del mundo a la desesperación y la miseria. Hemos de trabajar todos por una comunidad global capaz de
ayudar y compartir, de forma que el futuro esté abierto a todos los pueblos del mundo, porque si no hacemos posible
un futuro y una vida digna para quienes carecen de todo, muy pronto no habrá futuro para nadie, incluyendo a los
ricos y poderosos.
Lo que nuestro mundo necesita hoy, más que nunca, es una ética de la
justicia. Hemos de luchar por la justicia, porque, sin justicia, no habrá una paz y seguridad verdadera. Hemos de
luchar por una justicia que esté impregnada de compasión y de solidaridad, para que todos esos pueblos
olvidados sientan la presencia de Dios que clama cuando los pobres de nuestro mundo dejan oír su clamor. Y hasta
que podamos clamar y llorar cada vez que escuchamos el clamor de los pobres, no viviremos esa indignación y esa
pasión capaces de empujarnos a luchar por la justicia, a cualquier precio. En Jesús vemos claramente esa
santa indignación, esa pasión, y la vemos todavía con mayor fuerza y claridad, cuando condena a los
líderes espirituales de su tiempo, que ponían cargas insoportables sobre los hombros del pueblo, mientras
ellos no movían un dedo para llevarlas.
¿Qué diría Jesús a los
líderes espirituales de nuestro tiempo? ¿Qué me diría Jesús a mí, que soy uno de
los líderes espirituales de nuestro tiempo? Es una pregunta que debo discernir continuamente, cada vez que me
encuentro con los pobres de mi mundo, en África del Sur, todos los días y todas las semanas. Mi hermano
Oscar Romero me ha inspirado y me ha mostrado el camino a seguir, el camino de Jesús. La vida de monseñor
Oscar Romero, su testimonio nos muestran el camino que la Iglesia y los líderes de la Iglesia, en particular,
debemos seguir de cara al futuro. Hemos de ser una Iglesia humilde, una Iglesia que escucha. Hemos buscar respuestas para
las preguntas y desafíos, cada vez más complejos de nuestro tiempo, y no hemos de pretender que conocemos
las respuestas. Con frecuencia, tendremos que admitir humildemente que no tenemos las respuestas, que lo único que
podemos hacer es revelar y compartir el amor y la compasión, y, ciertamente, la pasión de nuestro Dios, con
los pobres y oprimidos de este mundo. Hemos de ser una Iglesia que rechaza toda forma de poder y de dominio, especialmente
en la vida interna de la Iglesia del mundo entero. Hemos de ser una Iglesia en la que las personas más
débiles y marginadas se sientan seguras, se sientan protegidas, se sientan comprendidas, se sientan respaldadas y
amadas. Hemos de ser una Iglesia que prefiere ser rechazada antes que traicionar, en modo alguno, los valores del
Evangelio de Jesús. Hemos de ser una Iglesia que denuncia valientemente toda forma de injusticia y de
opresión, y que se pone del lado de los pobres en la lucha por unas formas de vida que estén de acuerdo con
su dignidad de personas creadas a imagen de Dios, aunque esto signifique que la larga marcha de los mártires va a
continuar hasta que exista una paz verdadera y un desarrollo basado en la justicia.
Te saludo, hermano
mío Mons. Oscar Romero. Los pobres de El Salvador se alegran en ti, su hermano y su líder. Yo me alegro en
ti como un don de Dios, para mí y para mi pueblo de África del Sur. Tú nos has enseñado que el
deseo de Jesús puede y debe realizarse, ese deseo de Jesús que dijo: "He venido para que tengan vida y
vida en abundancia" (Jo. 10, 10)